Danilo Arbilla
Montevideo, Uruguay
Manejar cifras puede ser errático –se dice que en São Paulo los manifestantes fueron más de un millón–, pero sin duda la de este domingo 15 fue una de las jornadas de protesta masivas más grandes que ha vivido Brasil en toda su historia. Hubo manifestaciones en contra del Gobierno en no menos de 65 ciudades de 17 estados.
Faltaron, se presume, los 40 millones que reciben la Bolsa Familia (unos 35 dólares mensuales por cada miembro de familias pobres) con la que Lula se ufanaba de haber acabado con la pobreza.
Eran épocas de vacas gordas y de plata fácil, que han llegado a su fin. Parecería que el milagro de Lula fue regalar pescado, pero sin ocuparse ni preocuparse por enseñar a pescar.
El costo anual de ese subsidio es del orden de los 11.500 millones de dólares. ¿Qué pasaría si el gobierno de Dilma Rousseff también entra a “recortar” ahí? Más vale ni pensarlo. Hay compromiso de no hacerlo, pero el dinero no se inventa, como lo ha comprobado ya y lo debe enfrentar ahora, tras ganar unas muy parejas elecciones, la heredera de Lula.
¿Y que dirá Lula?
Hace casi dos años, cuando las protestas de mediados del 2013, Lula, tan campante, desde una columna publicada en el The New York Times, se afilió a las protestas, dijo que era precisa una gran reforma política –la que él no hizo, pues se entretuvo repartiendo plata dulce y asegurándose el electorado para su partido– y bendijo a los jóvenes que “piden instituciones más limpias y transparentes”.
En estas horas, los jóvenes y no tan jóvenes piden más y señalan algunos hechos muy concretos en sus protestas. Reclaman que se vaya Dilma y, con ella –para empezar, y por ahora–, el Partido de los Trabajadores (PT), fundado por Lula. Algunos hasta portaban carteles en que se pedía la vuelta de los militares. Todos, además, quieren, exigen y reclaman que se castigue a los responsables del escándalo y la corrupción en Petrobras, que se calcula que ha significado el desvío de casi 4.000 millones de dólares a favor de dirigentes políticos, del oficialismo y de la oposición. El caso de Petrobras ha dejado pequeño al del “mensalão” (compra de votos de congresistas durante el primer gobierno de Lula), por el que fue condenado José Dirceu, mano derecha, amigo y jefe de Gabinete de Lula, y otros altos dirigentes del PT. Con Lula no pasó nada. Tampoco con lo de Petrobras las acusaciones apuntan hacia él, ni las protestas callejeras, pese a que fue también bajo su mandato que se inicio todo.
“Es que en Brasil ven a Lula como un Dios incapaz de hacer nada malo”, me comentó un colega brasileño.
Y cargan contra Rousseff, la que, sin embargo, combate la corrupción, y ahora se ve obligada a asumir la triste realidad y pagar las consecuencias de que, en tiempo de bonanza, la economía se haya manejado con tanta frivolidad e irresponsabilidad. Todo muy alegremente, mientras el viento soplaba a favor y Lula posaba de hacedor de milagros.
Ahora se escapa la inflación, suben los impuestos y la gasolina y la electricidad, hay recortes, se estanca el producto, irrumpe el déficit comercial con especial entusiasmo, sube el dólar, y Dilma lo tiene que enfrentar. Y la gente protesta y no le cree cuando dice que los problemas vienen de afuera. No es tan así, pero en alguna medida tiene razón: la bonanza pasada vino de afuera, y ahora dejó de venir, y al no preverlo en su momento, la realidad golpea a la puerta, y golpea duro y obliga a tomar medidas duras que se ajusten a esa realidad.
Pero como a la gente no se le dijo la verdad sobre aquellos buenos momentos, y se les prometió mundiales de fútbol y juegos olímpicos, y se les habló de las mayores reservas de petróleo del mundo, la gente ahora no cree que los problemas vengan de afuera.
Incluso ni se han dado cuenta, todavía, cuál ha sido la responsabilidad de Lula, y que este no es dios, como él en alguna forma les hizo creer a los brasileños y a otros muchos más.
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* Danilo Arbilla es periodista urugayo. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario ABC, de Asunción, Paraguay.