Volver al futuro

Andrés López Rivera
Quito, Ecuador

Lo ahistórico es apolítico y, por ende, lo político es intrínsecamente histórico. De ahí que el quehacer político genere explícita o implícitamente narrativas históricas, en cuanto mecanismos de auto-legitimación, cuya lógica contrapone el pasado al futuro − o al presente en cuanto futuro (en potencia). Las narrativas ideológicas del devenir político aparecen así en dos versiones: la oficialista y la(s) de oposición. En el quehacer político nacional, de momento, la una y la otra se acusan de reinstaurar − o pretender reinstaurar − el pasado o, lo que es lo mismo, de volver al futuro.

La narrativa histórica del oficialismo contrapone “la larga noche neoliberal” (el pasado) a la revolución ciudadana (el presente y el futuro). El pasado fue el neoliberalismo y la partidocracia, obsecuentes con la oligarquía y bancocracia criollas, que hundieron al país en reiteradas crisis y lo estancaron en “la década perdida” e incluso entrado el siglo XXI. En contraste, el presente/futuro es y será la revolución ciudadana, a la vez redentora del ideal bolivariano/alfarista e instauradora de una nueva era signada por el desarrollo/progreso etiquetado como buen vivir. La nueva era aparece, entonces, como una ruptura histórica con tintes mesiánicos al referirse a milagros socioeconómicos y paraísos terrenales, representados una y otra vez en la publicidad propagandística del oficialismo. Así, la consecuencia política de la narrativa histórica de la revolución ciudadana consiste en evitar que el pasado se convierta nuevamente en futuro, es decir, que regresen las oscuras épocas del neoliberalismo y la partidocracia.

De forma análoga, la oposición derechista acusa al oficialismo de retornar a la década de los setentas, a las dictaduras militares, en la medida en que se basa en las políticas económicas de impronta cepalina que preconizaban el desarrollo endógeno por medio de la sustitución de importaciones. Es decir, el presente/futuro de la revolución ciudadana no sería más que el retorno de un pasado caduco, a contracorriente del devenir histórico cuyo sentido es unívoco e inevitable. Y es que el futuro es el libre mercado y la democracia liberal y punto. Este es el leitmotiv de la derecha que, al menos desde la caída del muro de Berlín, se formula en términos ideológicos como el “fin de las ideologías” y el concomitante “fin de la historia”. Por ende, al tenor de las políticas correístas se estaría perdiendo el tren de la historia, al que es preciso subir aunque sea “al vuelo”.

Por último, la oposición de izquierda, antes de ser oposición, inyectó a cuenta gotas principios de avanzada en la flamante revolución ciudadana con miras a un futuro utópico − algunos de estos principios ahora yacen como letra muerta en los artículos de la carta magna montecristina. Lo que siguió fue debacle. Una fracción de la izquierda sucumbió ante la Realpolitik, desertó, fue tachada de ingenua e incompetente, fracasó en las urnas, y se declaró en resistencia. La resistencia enfrenta al oficialismo y la oposición de derecha, que en suma son dos caras de la misma moneda o dos maneras de estancarse en un pseudo-futuro.

En medio de las narrativas históricas opuestas surgen interrogantes en cuanto a lo venidero. ¿Hay un futuro-futuro o estamos condenados al futuro-pasado, a la fatalidad de la historia cíclica?, ¿hay un futuro alternativo o estamos condenados al fin de la historia?, y ¿es posible todavía rescatar la utopía? Lo cierto es que por encima − o quizá por debajo − de las historias ensambladas con fines políticos, la historia está en las calles. Es ahí donde se funden, como en un crisol, los imaginarios de otros mundos posibles. El devenir político se moldea por medio de las demandas sociales que surgen de las experiencias de injusticia, de humillación, de irrespeto y de indignación. Por ende, si las demandas sociales quedan en suspenso, la historia queda en suspenso.

 * Los textos de Andrés López Rivera son publicados originalmente en sinrazondeestado.wordpress.com

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