Los refugiados sirios que llegaron a Uruguay reclaman que los dejen irse

En esta fotografía del 7 de octubre de 2015 Merhi Alshebli protesta en Juan Lacaze, Uruguay. (AP Foto/Matilde Campodonico )

JUAN LACAZE, Uruguay (AP) — Mónica Benítez observó desconcertada la escena en la televisión: la familia siria a la que su pueblo le abrió los brazos estaba instalada frente a la Presidencia pidiendo que la dejasen irse de Uruguay, donde les resulta caro y sienten que no tienen oportunidades de salir adelante.

«¡Estoy indignada! Lo que están haciendo es un abuso», dice Benítez, empleada de una zapatería en el menguado centro de Juan Lacaze, un pueblo de 12.000 habitantes localizado 150 kilómetros al oeste de Montevideo, que se movilizó y se ofreció a recibir a la familia Alshebli cuando el presidente José Mujica dijo que habría que ayudar a los refugiados sirios al año pasado.

Fueron 17 personas en total, padre, madre y 15 hijos.

«Acá se les abrieron todas las puertas. Nadie los discriminó. A mí en Barcelona me decían ‘sudaca’ y en la perfumería donde trabajaba había gente que no quería que yo la atendiera porque no hablaba catalán», dijo Benítez, recordando los diez años que pasó con su marido en España tras la crisis económica que padeció Uruguay en el 2002. «Pero nunca me quejé ni dejé de trabajar. Con mi marido siempre peleamos para salir adelante. Lo que está haciendo esta gente me molesta mucho. ¡Ojalá España me hubiera dado a mí la mitad de lo que Uruguay les dio a ellos!».

Un año después de la llegada de cinco familias sirias, muchos uruguayos como Benítez se sienten decepcionados e irritados con el malestar de los inmigrantes, que hizo que Merhi Alshebli, el patriarca de su familia, se rociase de combustible en una protesta, sin que el episodio pasase a mayores.

Las cinco familias sirias, que en principio totalizaban 42 personas y luego sumaron otros integrantes, llegaron a Uruguay en octubre de 2014, recibieron una vivienda gratis, derecho como todos los uruguayos a educación pública gratuita, acceso al sistema de salud y una ayuda económica mensual, cuyo monto no se divulgó. Estaba previsto que ese dinero se redujera a la mitad luego del primer año, un plazo que acaba de cumplirse.

Los sirios, no obstante, se quejan de lo caro que es Uruguay, y de que los sueldos que reciben por los trabajos que han conseguido son bajos.

«Que Uruguay es un país caro, es cierto. Es caro. Y las ofertas laborales a las que acceden ellos son las mismas a las que acceden la mayoría de los uruguayos», declaró en agosto el responsable de la Secretaría de Derechos Humanos Javier Miranda, quien está a cargo del programa de asistencia a los sirios. «El estado les apoya durante dos años. Más no se puede hacer».

El problema de los sirios no es con el país en sí. «Uruguay me gusta. Las familias me gustan. Mis chiquitos van todos a la escuela. ¡Pero comida es muy cara! ¡Cómo voy a alimentar 15 hijos!», dice Merhi Alshebli, de 51 años, en su precario castellano, descalzo en el living de su casa.

Mientras convida con té dulce y el televisor está sintonizado en un canal árabe, Alshebli sostiene que el programa del gobierno no le permite desarrollar ninguna actividad. «¡No ovejas!, ¡no vacas!, ¡no tierra!», se queja.

Miranda no respondió a mensajes de la Associated Press pidiendo comentar sobre el tema.

Para el politólogo Daniel Chasquetti, Mujica tuvo «una buena idea, en línea con la tradición de Uruguay de ser un país de inmigrantes y una tierra de paz. Y mostró una alta sensibilidad. Sin embargo, todo ha resultado más complicado de lo previsto, porque se pasaron por alto algunas cosas importantes».

«Se subestimaron las diferencias culturales», agregó Chasquetti, profesor de ciencias políticas en la Universidad de la República. «Además, Uruguay no es un país que desborde oportunidades. No es Argentina, Brasil o México. Nuestra economía solo requiere mano de obra altamente calificada, que no es el caso de esta gente».

Maher Aldees, jefe de una familia que en agosto intentó abandonar Uruguay pero no pudo ingresar a Turquía por carecer de visa, declaró por teléfono a través de un amigo que habla español que está negociando su situación con la Secretaría de Derechos Humanos y que la solución no pasa necesariamente por dejar Uruguay. «Es un proceso largo, no es de un día para otro, pero se está conversando y avanzando», dijo el amigo, que prefirió no identificarse.

Merhi Alshebli se sintió muy afectado por el episodio del 6 de octubre en el que se roció con combustible y por el cual funcionarios de Derechos Humanos lo denunciaron por agresión. Con su escaso español, ayudándose con gestos y señas, explica que en Siria jamás pasó por una comisaría o un juzgado, como le ocurrió aquí recientemente.

Tampoco había sido internado. Pero tras abandonar el juzgado de la vecina ciudad de Rosario debió pasar varias horas en un hospital porque la crisis vivida lo había descompensado.

Ahora está medicado por primera vez, dice.

«Fueron tres, cuatro horas hablando y hablando, sin proponerle ninguna solución concreta», relató su hijo Ibrahim, de 21 años, al explicar por qué su padre perdió la calma.

Un comunicado de la Secretaría de Derechos Humanos dijo que Alshebli se exasperó cuando reclamaba irse y los funcionarios le respondieron que Uruguay no puede conseguirle el visado para entrar a otro país.

Ibrahim y Mohammed, otro de los hijos, aseguraron que su padre estuvo dispuesto a buscar una solución dentro de Uruguay y en los días anteriores a la reunión fue con funcionarios a ver un campo en Salto, en el norte del país, ofrecido como un lugar donde podría criar ovejas, un deseo de Alshebli.

«Era un campo alejado de todo. No había un almacén en kilómetros, ni otras viviendas, y la escuela también estaba muy lejos», dijo Mohammed, un adolescente de 15 años que ya habla español y se queja de que solo tiene una hora de estudio por día. Le gustaría aprender más. Mata las horas caminando por el centro de Juan Lacaze, donde las veredas tienen baldosas rotas y en las calles abundan los autos viejos.

Su hermana Nada, de 19 años, que cocina y vende comida árabe en las oficinas del pueblo, cuenta que trabajó 20 días en un hogar de ancianos, cumpliendo media jornada, y apenas recibió 2.000 pesos, unos 68 dólares.

El padre se queja de que por dos meses de electricidad pagó 14.000 pesos (unos 475 dólares).

El pueblo vive las idas y venidas de los Alshebli como una montaña rusa emocional. Muchos que los apoyaban ahora los acusan de desagradecidos, otros aún los apoyan. En la plaza principal, la estudiante de secundaria Jennyfer López es de las pocas que nunca estuvo de acuerdo con su llegada. «Uruguay no está en una situación económica como para recibir refugiados. Era obvio que no iban a estar cómodos acá».

Lourdes Schenck, de 47 años, dueña de un puesto de venta de tortas de grasa fritas, conoce bien a los sirios. Mohammed es su cliente e Ibrahim fue su empleado. «No sé si enojarme con ellos o con el gobierno», duda. «Ellos quizás pensaron que venían a otra clase de país, con otra riqueza. Nosotros somos pobres y ya lo sabemos. El gobierno los sacó de la guerra y eso está bien, ¿pero ellos querían venir acá?».

Por LEONARDO HABERKORN, Associated Press

En esta fotografía del 7 de octubre de 2015 Merhi Alshebli saca un cigarrillo en la sala de estar de su casa en Juan Lacaze, Uruguay. En noviembre de 2014 los locales dieron la bienvenida a Alshebli, su esposa y sus 15 hijos que huían de la guerra civil en Siria. Pero después de meses de quejas sobre sus condiciones de vida en Uruguay y las demandas de que los envíen a otro país, muchos en esta ciudad han empezado a ver a los refugiados como huéspedes ingratos. (AP Foto/Matilde Campodonico )
En esta fotografía del 7 de octubre de 2015 Merhi Alshebli saca un cigarrillo en la sala de estar de su casa en Juan Lacaze, Uruguay. En noviembre de 2014 los locales dieron la bienvenida a Alshebli, su esposa y sus 15 hijos que huían de la guerra civil en Siria. Pero después de meses de quejas sobre sus condiciones de vida en Uruguay y las demandas de que los envíen a otro país, muchos en esta ciudad han empezado a ver a los refugiados como huéspedes ingratos. (AP Foto/Matilde Campodonico )

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