Iluminar sin actuar: Antropofaguitas, de Gabriela Ponce

Daniela Alcívar Bellolio
Quito, Ecuador

De lo que siempre se trata es de liberar la vida allí donde está cautiva, o de intentarlo en un incierto combate.
Gilles Deleuze y Félix Guattari,
¿Qué es la filosofía?

En uno de los ensayos acaso más perfectos de Roland Barthes, “Chateaubriand: Vida de Rancé”, de 1965, el crítico francés se pregunta por lo que pueda justificar el “escándalo” de la supervivencia en estos días de una novela que fue concebida como un relato de edificación y penitencia. Las condiciones de su aparición, dice Barthes, los impulsos del autor por escribirla, se pueden reconstruir fácilmente y eso bastará para algunos. Pero donde se juega la potencia de la literatura no es en esas consideraciones de orden histórico y hasta filológico, sino en el misterio de su anacronismo, en el modo como se despoja de sus moralinas y de las justificaciones de su época para inquietar en nosotros, que ya hemos pasado por Freud, por Blanchot y por Nietzsche, algo que no tiene que ver más con las coordenadas explícitas que podía brindar la biografía novelada de Rancé a los lectores de la primera mitad del siglo XIX, es decir con las capacidades reconciliatorias del lenguaje, su posibilidad de traer de vuelta la armonía entre el mundo y la persona, sino con su potencia de desvío, de separación: “En suma –dice Barthes–, la literatura no es más que un cierto desvío en el cual uno se pierde; la literatura separa, desvía”.

La mayor potencia que suele concedérsele al lenguaje literario tiene que ver con su polisemia. El valor (moral) que le adjudicamos es, generalmente, el de poder significar varias cosas a la vez, el de darnos a los lectores el arma deseable de la interpretación: A representa B, pero también podría representar C, o D, y hasta E. En la multiplicidad de sentidos solemos circunscribir el valor supremo de la literatura; es decir, en su capacidad de significar. Por eso seguimos predicando la verosimilitud y la corrección formal (seguimos ponderando una literatura de calidad); el artificio en su versión formalista de inicios del siglo pasado sigue siendo el valor de cambio por excelencia de la literatura que defendemos y la palabra ficción, entendida como todo lo que no es la realidad y que, por tanto, debe mantenerse en un limbo de pureza sin mancharse de alusiones personales, desvíos lingüísticos, exabruptos ni desperdicios, es el comodín según el cual dictaminamos qué es y qué no es la buena literatura. La literatura, en fin, como burocracia del estilo.

Celebro y admiro este libro de Gabriela Ponce, y celebro que haya ganado un concurso nacional, porque su escritura voraz desordena este panorama como pocos libros de narrativa se han atrevido a hacerlo en nuestro país en los últimos años. El poder de su escritura dolorosamente corporal, inorgánica, fragmentaria, tiene que ver precisamente con ese vértigo de la vida cuando no puede ser contenida, cuando presiona la escritura hasta que la agrieta, la mina, la disgrega. Las imágenes atropelladas de algunos de sus cuentos (víboras gigantes con flores en los ojos y aves en el cuerpo que mutan en lechuzas, vaginas y nubes, las tormentas que son encuentro sexual pero también una tristeza que no claudica) dan cuenta, sí, del éxtasis del alcohol, las drogas o el amor, pero también de algo más o, en rigor, de algo menos: el cuerpo vulnerado, expuesto, abierto, extendido, se toma un instante para permitirse aparecer sin significar, decirse a sí mismo ensayando una forma de la mudez (como sabemos, el lenguaje es afásico y aspira inútilmente al silencio): apuesta al contacto con la experiencia en lugar de a su interpretación.

La renuncia al control tiene en estos relatos algo de heroico: pone en acto una forma de la impugnación. La impugnación, que no es contestación (carece de su histeria, se autoafirma), la impugnación, entonces, de las infamias de la experiencia, de las amenazas de la angustia: se trata de una afirmación discreta (a pesar de su impulso hacia el exceso) de la propia vulnerabilidad, de la propia debilidad. Y de modo indirecto (porque, insisto, no se trata aquí de una exhibición de trucos lingüísticos o de virtuosismo escriturario, los recursos más aburridos de la literatura de calidad) el uso de lo coloquial funciona solidariamente con ese mandato inclaudicable: la lengua quiteña, en Antropofaguitas, no es una duplicación verosimilizante ni un facilismo que se rendiría a cierta actualidad literaria; más bien se trata de una minoridad en el sentido que le diera Deleuze a ese término al hablar de Kafka: un devenir menor de una lengua que no es en rigor la coloquial pero tampoco se aleja de ella para diferenciarse y convertirse en “literaria”. La lengua menor de Gabriela Ponce no renuncia a la belleza sino que la hace enfrentarse con el pulso estremecido de un cuerpo que padece, vuelve a padecer, se expone a padecer, se inclina, se dobla, se abre al padecimiento. De este modo, la emoción reactiva del padecer se torna afirmación activa de la potencia: como la lengua menor de Kafka, que se forma por los rechazos culturales que le impiden situarse en ningún centro pero que retorna desde su rincón para minar las lenguas mayores, el padecimiento del cuerpo y de la conciencia delineadas, evocadas, perfiladas por la narradora implacable de este libro se torna potencia que se afirma: el dolor sufrido y el placer soportado como signos de un poder singular que desordena todo lo visible.

Por eso este libro renuncia de antemano (y con qué gracia) al poder viril del control sobre la lengua: la perfección no es algo inalcanzable sino algo que se desecha. La escritura en Antropofaguitas es algo femenino en la medida es que es, también, algo animal: no en oposición a la normatividad masculina (ese sistema de poder al que todos estamos en alguna medida sometidos) sino como su devenir menor: como la renuncia a o la superación de un sistema que ya mostró hace mucho sus límites. Estos relatos no tienen miedo al lugar común, a la cursilería ni a la vulgaridad: son todos recursos disponibles que se usan para darlos vuelta, hundirse en ellos y hacer reflotar algo intenso y singular. La gracia imprecisa de la narradora enamorada del profesor de piano de su hija en “El profesor de piano” reside no sólo en que se burla de sí misma (“Y entonces yo sentía que él sabía que yo lo veía y entonces tocaba para mí. Pero eso bien puede ser producto de mi imaginación y mi cursilería […]. Otra vez la telenovela”), sino sobre todo en que, al articularse con la frase final del cuento “Todo era tan extraño como debía ser”, la sinceridad un poco brutal (quizá riesgosa, sin duda excesiva) de la narradora encuentra su justa medida en ese final que recuerda que todo debe ser extraño. Es la fuerza de la ironía en tanto que interrogación soberana, la distancia que, dice Barthes, es capaz de generar la literatura con respecto a la “viscosa manía de sufrir”.

“Todo era tan extraño como debía ser”: quizá este sintagma sea una de las premisas principales de este libro poderoso. En “Malamierda Barrionuevo y su balsa Margarita” se ponen en juego la ambigüedad de la pérdida y el deseo en el cuerpo de una mujer que espera su turno para abortar, un cuerpo en el que persiste un vacío que no es posible llenar y que lo interroga todo: no sólo el aborto sino también (y, así, más poderosamente aun), la maternidad: “Esto es un poco mejor que el hueco horroroso que te deja un parto. Porque el parto deja también un hueco horroroso. Y querer. Querer siempre es un trabajo”. En “Nieve” se superponen las presencias espectrales de un padre con su hija dejándose cubrir por la nieve con el juego de un grupo familiar heterogéneo que juega también en la nieve y con el blanco absoluto y la planicie que invaden a la narradora. Ella lee un libro que duplica con absoluta precisión el horizonte plano e infinito del paisaje y deja ir, encerrada en el baño, un llanto que otra vez no se preocupa por los riesgos del exceso o el énfasis. Aquí el blanco es el blanco, es el secreto, el color y la verdad: “El nombre del mundo. El secreto es el nombre del mundo. Su color es el blanco”. ¿Qué decir de una frase como esta? ¿Qué vendría a representar el blanco aquí, de qué secreto habla el texto? ¿Qué me dice del mundo? “Cualquier metáfora que estalla –dice Barthes– ilumina sin actuar”: creo que no hay mejor modo de entender la política narrativa de Antropofaguitas; el poder de su lengua tiene que ver con su capacidad de iluminar sin actuar, de interrogar como un acto soberano, sin necesidad ni espera de respuesta alguna, interrogar como acto de impugnación afirmativa de las cosas. La interrogación arbitraria de lo que es ante nuestros ojos pero nos inquieta aún de algún modo.

El texto más poderoso de este volumen se llama “Diario de una nadadora”: en él las oleadas furiosas de la angustia traspusieron los límites de la páginas y me tocaron directamente. Quizá sea irrelevante que en la descripción del pánico que viene a veces, en los momentos duros, con la caída de la tarde y el comienzo de la noche, me haya visto a mí misma, en mi casa, encendiendo todas las luces y buscando música que conjure la llegada de la angustia. Quizá sea irrelevante, digo, para la presentación de un libro. Pero no veo otro modo de dar cuenta del modo como en este libro la vida no es una excusa o un tropo más. Aquí la vida es nada menos que una necesidad: el brillo efímero de estas páginas tiene la calidad de una epifanía que se apaga enseguida; sale de lo invisible sólo para volverse a sumergir ahí, anónimo, inocuo. Pero el instante peligroso de su emergencia genera un nuevo orden para lo visible, un nuevo color para el mundo.

* Presentación del libro ganador del Concurso Nacional de cuento del Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador, en el marco de la Feria del Libro Quito, 2015.

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