La llamada

Me imaginaba que él también las había caminado, porque él era una persona más cosmopolita que yo, de mente abierta, con más mundo. Seguro estuvo aquí y cuando vuelva le llamaré a decirle aquí me tienes, estoy contigo y siempre te agradeceré el haberme cogido el teléfono a las horas más irrespetuosas y absurdas y en momentos en que resolvías cosas mucho más importantes. Vencerás a esa maldita enfermedad, Pedro.

Recuerdo que me lo encontraba en todos los actos de apoyo a los inmigrantes en Madrid. Era una figura política importante y ahí estaba él; incluso cuando éramos cuatro gatos entre manifestantes y periodistas. En los actos sin rentabilidad política (ya sabemos que en elecciones nadie menciona a los residentes extranjeros y si se les nombra es para utilizarlos desde la siempre provechosa xenofobia electoral) él se presentaba con su sonrisa inclaudicable. Me viene a la memoria la anécdota narrada por un colega de mi experiódico cuando una asociación de ecuatorianos convocó a una protesta por la muerte de una compatriota en un nuevo caso de violencia machista. Los asistentes se podían contar con los dedos de las manos, incluso faltó gente de la organización, pero Pedro llegó puntual y se quedó hasta el final. “No acudió para figurar, sino porque realmente creía en la lucha contra la violencia de género”, solía decir mi amigo. Desde entonces, él se hizo un poco fan suyo, yo lo era hace un rato.

Pedro, que a propósito del 8 de marzo debo escribir sobre la ‘Mujer predilecta’ (así se llamaba la sección del diario) de un personaje, ¿me ayudas?. “¿Cuándo?”. Ahora mismo. “Llámame en cinco minutos”.

Pedro me introdujo a Clara Campoamor, figura clave en la consecución del voto femenino en España, y aunque ya la conocía, sentía que con él la estaba descubriendo. Era su referente de vida y de pensamiento, me dijo. Y había defendido en el Congreso español los derechos de las personas LGBTI con el mismo argumentario de esta irreverente mujer: libertad, igualdad y dignidad. “Las ideas que sostuvo en las cortes republicanas me sirvieron para defender el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género, que reconoce la dignidad de las mujeres y de los hombres LGTB en España y que han tenido una trascendencia importantísima en América Latina”, sostuvo claramente mi entrevistado.

Cuando acabó mi interrogatorio sobre una de las primeras diputadas españolas, Pedro preguntó: “¿y cómo es la situación de las mujeres en Ecuador?”. Después de plantearle un panorama sombrío por el desaliento que provoca el machismo de la sociedad y de las instituciones, y un poco más soleado a causa de las reivindicaciones y logros del feminismo, exclamó: “tenemos que hacer algo”.

Estaba tan interesado en “hacer algo” y tan preocupado por la violencia machista que me conmovió. Me planteó decenas de preguntas sobre cómo era ser una mujer en Ecuador y cómo una inmigrante en España. Era la primera vez en 10 años que alguien me preguntaba aquello. Y claro, yo me explayé.

Insistía en que podríamos organizar algo, empezando con las mujeres ecuatorianas que vivían en este nuevo país que de alguna forma a él también le había acogido cuando llegó de pequeño a Tenerife, procedente de Venezuela, con su padre que volvía del exilio.

No hubo tiempo para tantos planes. Fallé yo. Un nuevo trabajo, la celeridad de la ciudad, el orden errado de prioridades…

Me enteré de su muerte, hoy hace un año, revisando las páginas de un diario online. Acababa de llegar a mi hotel tras un día de caminata. En ese momento nunca odié más estar fuera de casa, ni renegué tanto de la prioridad que otorgaba a viajar. Recuerdo haber llorado tanto de un dolor que también era rabia y culpa. ¿Por qué no llamé a tiempo?

Procastinar debe ser el peor verbo del idioma español y su práctica debería estar prohibida para personas como yo.

Ahora, recordado Pedro, te imagino indignado y dolido por el sufrimiento derramado en Orlando a causa de un odiador apellidado, vaya ironía, Mateen. Te preguntarías, en tu tono contundente y pasional, ¿cómo un ser tan ínfimo, de una existencia violenta y miserable, pudo lograr esa dimensión de daño?, ¿o son solo mis palabras?. Te veo organizando concentraciones y debates, te sueño intranquilo, pensando que “tenemos que hacer algo”.

También debo decirte, entrañable Pedro, que a día de hoy intento a contracorriente evitar la frase “mañana hago esto” y cojo el teléfono con un puñado de fuerzas porque el mañana es humo impalpable.

Y cuando vuelva a Madrid, querido Pedro Zerolo, pasearé por la plaza que lleva tu nombre y me sentaré en un banquito bajo el sol.

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