Perrera para funcionarios públicos

Se me acaba de ocurrir una idea, ¿les cuento? ¿Y si mejor construimos una perrera, pero para alcaldes? O, mucho mejor, una perrera que, ya de una, albergue a toditos los funcionarios públicos del Ecuador.

Es que… ¿se han dado cuenta que hay muchos y andan sueltos en los pasillos de ministerios que no necesitamos? Sin vacunas. Sin correas. Babeando. Rascándose. Ensuciándolo todo. La ciudadanía, inconsciente, no los ha esterilizado. Se siguen reproduciendo, hasta en medio de la crisis.

Ojo: no estoy proponiendo sacrificarlos. Propongo mantenerlos en la perrera durante tres días hasta que alguien ofrezca adoptarlos. ¿Sacrificarlos para qué? Que yo sepa, la carne de un burócrata no sirve como abono para las plantas.

¡Cuánto daño provocaría a los sembríos si se echara esa carne! Saldrían cebollas con ganas de crear su propia sabatina y ladrar en ellas; espárragos que declararían “planta carnívora” a toda hortaliza opositora; remolachas que perseguirían con tolete a los limones ambulantes; berenjenas que le pedirían a las naranjas aún verdes que retrasen su vida sexual hasta que estén maduras; cilantros que encarcelarían a todo aquel que le muestre yuca.

¡Qué peligroso sería la carne de burócrata! Las papayas buscarían la reelección del Rey Banana (“Ay, papaya -le diría el Rey Banana- frutas como tú son capaces de mover hasta la sandía más pesada”). Los girasoles sembrarían sus raíces en alguna empresa offshore panameña. Los mellocos tildarían de “ofrecidas” y “mal sembradas” a las papayas.

Aún peor: tendríamos terrenos agrícolas con sobreprecio y alguna uva cómica saldría al paso para explicar que fue un “error de buena fe”. Lo más horrible: una pera exigiría desde un balcón: “Mátenme si pueden”, no sin antes quitarse la cáscara para subirle puntos al dramatismo del instante.

Me temo que la carne de un funcionario público, más que abono, haría de plaga para los campos, como la ‘escoba de bruja’ o la ‘monilla’.

¿Y si echáramos la carne burocrática al mar? Dudo que la cosa mejore. Los delfines incursionarían en la televisión y menearían una sexy aleta pectoral (eso, claro, como antesala para luego ingresar a la política); las mantarrayas acusarían de “gorditas horrorosas” a las ballenas periodistas; un grupo de pelícanos militares, provenientes de la India, sobrevolarían las aguas ecuatorianas pero al rato caerían, desgastados e inservibles; los pulpos desalojarían a centenas de pececitos escondidos debajo de rocas consideradas ilegales; los peces dorados, ni bien trasladados a otro océano, reclamarían viáticos exagerados y de paso contratarían a una corvina asesora que ayude a ejercer el rol que desconocen.

Todo seguiría igual: los peces asalariados callarían por conveniencia, lucrarían de ese silencio, cazarían por ese silencio. Los tiburones blancos continuarían gobernando el mar y un montón de peces medianos lo seguirían sin cuestionarlo, aferrados, ay tan aferrados, a la inmundicia del poder marino.

Así que no conviene usar la carne de un burócrata para nada. Preferible mantenerlos vivos en la perrera, que tendrá estándares europeos. Cada celda agrupará a alcaldes de una misma bandera política, para evitar roces, discusiones innecesarias, para que estén cómodos, como en sus despachos. Por ejemplo, a Rodas, Nebot y Cabrera serán reacomodados en un mismo cuarto, que estará ubicado en el pasillo derecho del albergue. Jamás se me ocurriría mezclar ese trío con Bolívar Castillo, el alcalde de Loja, que estira para la esquina contraria. Sería como poner frente con frente a un pastor alemán macho con otro Rottweiler macho también: se sacarían los dientes, apretujarían la mandíbula y luego se abalanzarían para despellejarse sus diferencias.

Lo que me pregunto, una y otra vez, es qué pasará en caso de que, pasados los tres días en la perrera, nadie los adopte. ¿Será necesario buscar una manera “racional” para eliminarlos o dejaremos que sea su conciencia, si es que aún tienen algo de ella, la que se encargue de exterminarlos lenta y silenciosamente hasta el último de sus caninos días?

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