Patricio Guzmán y el sueño sobre el mar

Patricio Guzmán dice que “un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías”, pero su última película, ‘El botón de nácar’, más que cine documental es un ensayo cinematográfico donde las metáforas del director se imponen para darnos una nueva visión del ser humano y de la tragedia que ha representado para Chile las masacres de la dictadura y los colonos. ‘El botón de nácar’ responde a la reflexión poética que le ha planteado a Chile el golpe militar de 1973, las desapariciones durante la dictadura de Pinochet y la exterminación de las tribus indígenas que habitaron el Sur del país, particularmente la Kawésqar y otras seis etnias que sufrieron la violencia de los colonos durante el Siglo XIX.

Aunque Guzmán es un documentalista reconocido principalmente por su trabajo filmando el ascenso de Salvador Allende al poder y el posterior golpe de estado en las tres partes de ‘La batalla de Chile’, ‘El botón de nácar’ es una obra muy distinta -al igual que ‘Nostalgia de la luz’, primera parte de la trilogía en la que trabaja el director chileno-. Con una narrativa más cercana a los ensayos de Godard que al cine directo que practicaba Guzmán en sus inicios, preocupado por registrar los sucesos y dejar documentos históricos para la posteridad, aquí ha desarrollado una escritura que venía dibujándose en ‘Nostalgia de la luz’ y en ‘La Cruz del Sur’, dejando que la historia de espacio a una narrativa íntima, que nos invita a reflexionar sobre la tragedia que ha vivido el país. Guzmán no intenta imponer un discurso sobre lo sucedido o una narrativa del derrotado, sino construye una poética del luto, dibuja caminos a través de los cuales un país puede encontrar respuestas por sí mismo. Nos habla, sobre la memoria del agua.

El agua, entonces, se nos presenta como un espacio de reconciliación para la memoria, como un mediador entre los que estamos aquí y los desaparecidos. Dice Guzmán que, a pesar de sus cuatro mil quinientos kilómetros de frontera con el mar y sus apenas 70 kilómetros de ancho en promedio, Chile es un país ajeno al mar. Quizás, este rechazo sea una forma de olvido, que demuestra por qué hay tantas costuras que no se cierran. Quizás sea por esto que Guzmán encuentra en el agua un espacio de reconciliación donde se poetiza el olvido y la memoria.

Dice Walter Benjamin en ‘Excavación y memoria’ que el olvido es imposible para el lenguaje, pues es el medio de aquello experimentado, tal como la tierra es el medio donde antiguas ciudades permanecen enterradas. Guzmán nos ofrece a través del lenguaje cinematográfico un lugar para recordar, un lenguaje como medio para reflexionar sobre las heridas que ha dejado la historia en la memoria colectiva de una sociedad. En este lugar nos reencontramos con la memoria del agua, ese elemento a través de cual se perpetraron dos masacres.

Podría escribir, entonces, sobre dónde encaja esta obra, cómo se inscribe en la larga tradición poética y cinematográfica chilena, pero tengo que escribir sobre el agua, sobre cómo puede descomponer la vida como espejos de circo. Se supone que tengo que decir cómo se pueden meter las manos en el agua y encontrar algo irracional y puro, como el pez de Los Simpsons, con sus tres ojos radioactivos. Aunque, quizás, lo importante es ver las manos en el agua, intentar desentenderlas mientras intentan agarrar algo y mostrarlo a través de los reflejos que lo descomponen. El fondo del agua es el umbral del sueño, un lugar donde pasan tantas cosas y hay tanto silencio que dice tanto. Todo se sintoniza por un destello de luz.

“El agua cayendo sobre el zinc del techo me tranquilizaba y me protegía. Ese ruido me persiguió toda la vida”, dice la voz demorada de Patricio Guzmán en ‘El botón de nácar’, instalada en la niñez, consciente de estar llegando tarde, pensando en lo lejos que estaba esa agua vacacional y costeña de la que navegaban muy al Sur del Sur los Kawésqar, sin miedo, en sus pequeñas canoas, cruzando lentamente los silenciosos témpanos helados de la Patagonia Occidental. Familias nómadas, acuáticas, entre la inmensidad helada de la naturaleza, con una antorcha en el centro de su canoa. De esa agua a la de la niñez lejana del Pacífico, donde llovían los cadáveres torturados de la dictadura de Pinochet, no hay tanta distancia. Esa agua de las playas turísticas que recibirían los cuerpos desaparecidos, décadas de familias rotas y personas sin respuestas. A mí hoy me persigue la voz de Guzmán, me llama a detenerme, a mirar a mí alrededor bajo el ángulo de mi vida. Disminuye, une todo, no me dice nada, me dice todo, no me vende nada ni le interesa que le compre, me ofrece un hilo para salvarme y me hunde la cara en el estiércol, en el universo, en la tierra.

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