Para leer a Blake

O quizás conjure a Byron, resguardado en su mansión oscura y decrepita, catando un oporto en su copa de cráneo. Figuras que resultan aristocráticas pese a ser disímiles.

William Blake, el genial visionario que nos dio el Tyger y el London en su “Songs of Innocence and Experience”, quizás el artista más importante que ha producido Inglaterra desde Milton y Shakespeare era un mero artesano, un místico apasionado y un disidente ignorado. Logró una vida humilde y precaria obrando grabados en aguafuerte.

Hemos de imaginar a un hombre, más bien pequeño y esbelto, pero de una fuerza física considerable, jalando con sus brazos los rígidos fulcros e izando las férreas placas de cobre que ha trabajado laboriosamente con un estilete, mientras afuera de su taller nace la primera ciudad moderna, la espantosa Londres industrial.

Quizás esta visión poco elegante ha llevado a algunos a exagerar la relación de Blake con otros contemporáneos notables cómo Thomas Payne y atribuirle afiliación a misteriosas logias y tradiciones cabalísticas. Lo cierto es que sus opiniones políticas les deben mucho a las convicciones republicanas de Milton, y sus visiones místicas a la King James y a la obra de Emanuel Swedenborg. Blake era un hombre de pocas, pero intensas lecturas, no tiene sentido atribuirle potestades que exceden su condición. Su genio, extraño y conmovedor, le bastó.

“Tyger” es un poema eminentemente miltoniano, representando a satanás en la figura del tigre. La intención de este poema es manifestar el horror divino que dios engendra, no con alusiones, si no con una descripción directa de su labor, de las manos que se atreven a recoger el fuego de la creación y a torcer los tendones del corazón de la bestia, obrándolo en una forja con cadenas y martillos, cómo un herrero. Hasta los ángeles son sometidos por ese hacer divino y sueltan sus lanzas y lloran al ver la pavura de la creación del tigre y la sonrisa que suscita en Dios.

“London” es un paseo por los horrores de la industrialización desenfrenada, por las orillas del Támesis poluto, donde vemos las muchedumbres vencidas por el yugo salarial, las iglesias ennegrecidas por el hollín de las fábricas y los niños esclavizados que las limpian. Las últimas líneas aluden a la ceguera que la sífilis causa en los infantes que nacen de una madre infecta.

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