Not Dark Yet, Bob Dylan

“Bob Dylan –dijo Fresán– es una influencia mía muy importante, por cierta idea de fraseos, cierta modulación de una voz extraña, pero también me parece la persona más interesante viva del planeta en este momento, somos bastante privilegiados porque nuestras humildes vidas hayan coincidido con la de Bob Dylan. Algún día se hablará de Dylan como de Shakespeare o Dickens”.

Esa afirmación de Fresán cobró en mi memoria una cadencia particular al recordar la felicidad que Bob Dylan me causó durante intensos años de mi adolescencia, cuando descubrí que vivía en el mundo de la post-contracultura. Para ese entonces, el Mayo Francés era un mal recuerdo de resaca y Woodstock quizá la última fiesta demencialmente colectiva por la libertad del ser humano. Dylan, de algún extraño modo, pese a su ausencia en el mítico festival de 1969, fue el corazón palpitante de esa época y de esa rebeldía tan humana.

En mi vida, Dylan fue primero como un rumor en el aire que me traía paz y la certeza de que, en algún lugar, había un camino para mí. Ese rumor se convirtió en algo muy parecido a la amistad, con el paso del tiempo, y mientras más conocí sus canciones, más lo quería. Como suele suceder, quise que sus amigos fueran los míos y leí desesperadamente ‘On the road’ de Jack Kerouac, el ‘Aullido’ de Ginsberg, los ensayos de Burroughs. Escuché a Johnny Cash y traduje un poema de Leonard Cohen que, en realidad, era su propia traducción de otro de Federico García Lorca.

La primera vez que pensé que Bob Dylan debía ganar el Premio Nobel de Literatura fue cuando lo ganó Mario Vargas Llosa y el poeta Felipe Oviedo me dijo que el premio lo merecía Mr. Tambourine Man. Y ciertamente, creí que nunca lo llegaría a ganar hasta la mañana del jueves 13 de octubre del 2016, cuando me desperté con la noticia.

Pienso que la concesión del premio a Dylan implica un regreso a los mismos orígenes de la literatura: a esa época, cuando los escritores eran como Dioses, y con la palabra decían el mundo en un poderoso y fascinante proceso de creación como el que en la tradición cristiana es el Génesis. El Nobel a Dylan es el reconocimiento de que antes de la novela y del cuento, antes de la prosa y de los libros, antes de los editores y de los críticos, nació como una epopeya lo que hoy llamamos literatura con el poderoso Poema de Gilgamesh. Y luego, cientos de años después, llegó Homero y con la palabra, proferida como un canto en medio del ágora, creó la civilización de Occidente y sentó las bases de la filosofía y la cultura que hoy, todavía, nos atraviesa.

La concesión del Nobel a Dylan es un grito desesperado para que la literatura vuelva a las calles, se baje de los pedestales de la academia y de la alta crítica literaria, se quite de una vez los puritanismos conservadores y arcaicos que la están matando. Es un intento feliz que pretende que la literatura vuelva al bello y generoso espacio de la amistad y no de la reverencia. Lo increíble de la poesía es, justamente, su poder: alcanzar el silencio en la precisa y feroz intensidad de un poema. Para eso, otros requieren cientos y cientos de páginas.

Decir que Dylan no merecía el premio y cuestionar su condición de escritor es desconocer que la literatura no es otra cosa que la palabra, la fiesta y desolación de la palabra, la celebración del poder creador del lenguaje. Dylan con la palabra logró un fenómeno cultural que trazó el siglo XX pero luego logró algo mucho más inmenso y milagroso: hizo que las palabras nos hagan compañía en la soledad de la existencia y nos regalen la paz y la certeza de que no estamos solos porque al tener las palabras tenemos el silencio que es, para suerte nuestra, la materia prima del universo, el mayor poder creador y el lugar al que volveremos, algún día, con la muerte o el amor.

Entonces recuerdo lo que me dijo Rodrigo Fresán y me digo a mí mismo: Sí, somos bastante privilegiados porque nuestras humildes vidas han coincidido con la de Bob Dylan.

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