Esta máquina mata fascistas: Bob Dylan y el Nobel

La primera reacción fue el estupor (¿todo esto se trata, acaso, de una broma?, ¿un guiño o un engaño tremendo digno del mismísimo Bob?), luego vino el júbilo. Durante más años de los que quisiéramos admitir, los amantes de Bob Dylan esperamos la noticia y, más de una vez, perdimos apuestas contra nuestros amigos — sendos lectores de Munro, de Vargas Llosa o de Doris Lessing todos ellos— prediciendo un Nobel que parecía no ocurrir jamás.

Como el Dios bíblico, la Academia Sueca obra de maneras misteriosas: este año, pienso, el fallo es acertado. Sara Danius, acaso preparándose para la tormenta de críticas que la decisión de la Academia ha suscitado, trazó el linaje poético de Dylan hasta Homero y Safo. No encuentro la comparación descabellada: en Dylan, como en la de todo clásico, hay inteligencia, hay lirismo y hay sustancia. Como en Homero y Safo, el tono y la palabra son necesarios y complementarios. La obra de Dylan, o lo mejor de ella, aunque los puristas de la literatura se rasguen los vestidos, perdurará.

Del mismo modo que Homero, al que los académicos e historiadores consideran no un individuo, sino múltiples, Dylan es y ha sido muchos hombres. En un par de décadas, conocimos al Dylan adolescente, cantante folk recién salido de algún rincón del Midwest americano que compondría los himnos de los movimientos sociales de los sesenta; al Dylan eléctrico, músico consagrado, adicto a las anfetaminas y autor de álbumes perfectos; al Dylan maduro, en sus mil encarnaciones, cantante de country, músico gitano, católico practicante y, ya anciano, juglar cowboy recorriendo incesantemente la carretera con su Never Ending Tour, presentándose más de 100 veces al año, cambiando la letra y los acordes de sus canciones cada vez que le plazca hasta el punto de volverlas irreconocibles. Dylan, en constante reinvención, le hace justicia a su propia frase: “Ah, but I was so much older then. I’m younger than that now”.

La obra de Dylan, en toda su vertiginosa variedad, se nutre de fuentes diversas y contradictorias: la grandes tradiciones del blues y del folk en Norteamérica — así como, en sus últimos discos, canciones populares más antiguas que anteceden a estos géneros—, el incipiente rock and roll, los clásicos —ecos de Virgilio, de Ovidio, deambulan por sus letras—, el surrealismo, la contracultura, los beats, Rimbaud, Whitman. Sí, Whitman y Rimbaud. Dylan es un gran poeta público, en toda la dimensión de la palabra, pero también el artista que lo niega todo.

Los romanos tardíos practicaban una curiosa forma de adivinación llamada suertes virgilianas, que consistía en abrir una página al azar de La Eneida, y leer el primer verso que saltará a la vista. En aquel verso estaba cifrada la suerte del lector. Más tarde, los primeros cristianos ensayarían el mismo método con la Biblia. Hay un fundamento lógico en estas prácticas y es que los clásicos, las obras totales, contienen en ellas el espectro de las experiencias humanas. En la música de Dylan, quiero creer, ocurre algo similar. Hay imágenes y acordes de amor y desamor, rebeldía y resignación, ira, melancolía y locura; en sus mejores temas, hecho casi inexistente en la música popular y cada vez más raro en la poesía, capas de complejidad se suceden una tras otra, los opuestos palpitan y hacen temblar.

El debate acerca del premio Nobel — ¿dónde comienza y dónde termina la literatura?— es previsible, pero no inédito. Como indica Alex Ross, el lúcido crítico de música de The New Yorker, el debate ocurrió ya un siglo atrás, con Richard Wagner. ¿Son las óperas de Wagner significativas por la música o por la palabra?, ¿existe palabra sin música? Dylan, como es su costumbre, no se deja subyugar. Uno de sus principales maestros, el cantante de folk Woodie Guthrie, llevaba escrito sobre su guitarra: This Machine Kills Fascists. No hay mejor resumen de la carrera y la importancia de Dylan: la rebeldía constante contra las convenciones y las convicciones del arte y el contexto social, la búsqueda azarosa de la libertad. No es casual que el Nobel a Dylan resulte polémico, desatando grandes debates sobre el carácter y el valor de la literatura, sino apropiado y sensato.

Bolaño escribió alguna vez que sólo había un libro del que recordaba no sólo el sitio y el lugar donde lo compró, sino la hora, quien lo esperaba fuera de la librería, lo que hizo esa noche, y la felicidad que sintió (el libro, por cierto, era la Obra Poética de Borges). Creo que todo fanático de Dylan recuerda de modo análogo, dónde y cuándo escucho por primera vez a Dylan. En mi caso, el primer tema fue Idiot Wind, en la versión incendiaria incluida en Blood on the Tracks, y pensé que el tema había sido compuesto y era interpretado por un hombre remando contra el huracán. El músico Nick Cave, en términos similares, cuenta una historia delirante de un encuentro con Bob Dylan durante una inundación. Dylan, aparecido de la nada en un bote a remo, en lugar de rescatarlo lo saluda con la mano, y dice, antes de continuar remando: “Me gusta lo que haces”.  Nada más acertado que las primeras impresiones. Hasta el día de hoy, Dylan sigue siendo aquel individuo luchando contra el huracán, que en Newport, en 1965, ante los abucheos de la audiencia por haberse pasado a la guitarra eléctrica y, sin más, al rock, se volteó hacia su banda y gritó: Play it fucking loud! Poco más queda por hacer, salvo celebrar y esperar que el discurso de aceptación de Dylan, si lo hay, sea una interpretación de Long and Wasted Years.

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