Donald Trump, o la destrucción de una democracia

La noche anterior, las tropas de asalto, los fanáticos convencidos y las juventudes del Partido Nacional Socialista Alemán produjeron una serie de linchamientos y ataques contra ciudadanos judíos, sus propiedades y sus sinagogas, mientras las autoridades miraban el monstruoso espectáculo sin intervenir. Esa fue, para horror de la historia humana, la Noche de los Cristales Rotos.

Exactamente 78 años después de ese nefasto 9 de noviembre de 1938, el mundo se despertó con la noticia de que Donald Trump había ganado las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América. Desde el día 1 se registraron ataques racistas, como consecuencia del discurso de odio que el nuevo presidente electo fomentó en la campaña. En escuelas de varios Estados, niños gritaron consignas por el “poder blanco”, llamaron “algodoneros” a sus compañeros afroamericanos y gritaron a los latinos que “construyan el muro”. A estudiantes latinos a nivel de secundaria y universidad, se les gritó “Go back to Mexico”. En las universidades de Michigan, Nuevo México y en la Estatal de San Diego de California, entre otras, estudiantes musulmanas han sido agredidas en el intento por quitarles su hiyab, el velo tradicional islámico. De hecho, Maha Abdul Gawad denunció que el 9 de noviembre se encontraba en un supermercado de EE.UU. cuando una mujer intentó arrebatarle su velo y le gritó que eso ya no está permitido.

El mismo Ku Klux Klan de Carolina del Norte, al enterarse del triunfo de Trump, convocó un desfile para celebrar la victoria de su candidato: “La raza de Trump unió a mi gente”, dice la convocatoria, en la que se advierte que Estados Unidos (ellos lo llaman América) volverá a ser grande, cristiano y blanco. El sábado 12 de noviembre, un hombre simpatizante de Donald Trump disparó en Portland (Oregón) contra manifestantes contrarios al presidente electo, dejando un herido. En este punto, son incontables las agresiones que han comenzado a perpetrarse en las ciudades y pueblos estadounidenses en contra de latinos, afroamericanos y musulmanes. En lugar de moderar su discurso, el presidente Donald Trump confirmó que deportará a 3 millones de inmigrantes, aunque en realidad, según dijo en su campaña, quiere expulsar a más de 11 millones.

En sus delirios revolucionarios, Thomas Jefferson escribió el 4 de julio de 1776, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, “that all men are created equal” (que todos los hombres son creados iguales). Años más tarde, en 1787, se reunieron en Filadelfia, bajo el mando de George Washington, los padres fundadores de ese país y redactaron la primera Constitución moderna del mundo. Este grupo de hombres, entre los que estaban James Madison y Benjamin Franklin, eran cosmopolitas, muchos de ellos se formaron en Europa y se apropiaron de los ideales de la Revolución Francesa y el liberalismo político (también eran esclavistas y propietarios de descomunales espacios de tierra). En esa Constitución decidieron diseñar un mecanismo de pesos y contrapesos que no sólo divida el poder y controle a sus dignatarios, sino que garantice la existencia de un sistema institucional en el cual los derechos de los ciudadanos y la igualdad ante la Ley estaban absolutamente protegidos. Es decir, crearon un sistema democrático, con la esperanza de que los ampare.

Por defender esa igualdad –esa idea de una democracia incluyente– que los padres fundadores concibieron y no aplicaron, Estados Unidos se desangró entre 1861 y 1865. La emancipación de los esclavos fue el detonante de la Guerra Civil o Guerra de Secesión, en donde los sectores más reaccionarios lucharon por destruir de todas las formas posibles al presidente Abraham Lincoln, máximo referente del partido republicano y el hombre que sí entendió la premisa de Jefferson sobre la igualdad de los hombres. De todos modos, nunca se imaginaron los padres fundadores, y menos Abraham Lincoln, que más de doscientos años después el cuadragésimo quinto presidente del país que ellos parieron, un empresario advenedizo y sin experiencia política nominado –increíblemente– por el mismo partido Republicano de Lincoln, amenazaría las bases de su tan amado sistema institucional y los mismos ideales republicanos que a ellos les inspiró para embarcarse en la aventura de fundar una superpotencia mundial.

De hecho, esto es discutible. Cabe la posibilidad, por supuesto, de que esa institucionalidad creada desde 1776 y consolidada en más de dos siglos, sea suficientemente capaz de detener las aspiraciones demenciales de Donald Trump. Es posible que el Congreso lo frene y fiscalice sus actos, es posible que la misma Corte Suprema ponga un alto a su verborrea y a su violencia. Es posible que las instituciones funcionen y que la incitación a la violencia que escupe cada segundo Donald Trump se quede en lo que debió ser siempre: demagogia. O puede suceder que, al igual que ocurrió con la República de Weimar (aquella que fue destruida por Hitler en un arrebato de euforia colectiva), las instituciones sucumban.

El mayor daño, sin embargo, ya está hecho independientemente de lo que suceda con la institucionalidad: Trump fomentó y con su triunfo legitimó un discurso de odio, radicalmente violento en su racismo, xenofobia, homofobia, clasismo y machismo. Un discurso que tiene en sus raíces el efecto de demoler la idea de la democracia. En mi opinión, la construcción del muro y las deportaciones no serán los aspectos más graves y peligrosos de su política como sí el discurso de odio, que da rienda suelta a quienes se sienten en el derecho de agredir y atacar a latinos, afroamericanos y musulmanes, por el simple hecho de ser diferentes. Trump, en su demencia, ha categorizado como normal el odio y la violencia para defender a una clase media de color blanco y cristiana, que desconoce que la historia de Estados Unidos fue construida a pulso por migrantes y luego labrada con la sangre de gente como Frederick Douglass y Martin Luther King, los únicos que en realidad hicieron grande a una país de pocos terratenientes.

Quiero equivocarme. Pero es mi deber alertar sobre la posibilidad de que, en un arrebato de euforia política, millones de estadounidenses hayan inaugurado uno de los más oscuros capítulos de la historia del siglo XXI. Quizá en mismo Donald Trump, en su ignorancia, no es capaz de entender las consecuencias nefastas que su discurso de odio puede tener en la sociedad de su país, a la hora de destruir la vida de personas honestas e inocentes, que hoy por hoy asisten a sus trabajos y centros de estudio con miedo a ser agredidos por el color de su piel, el lugar de su origen, su religión, orientación sexual e incluso por su condición de mujer. En la Alemania de 1945, el inicio irreversible del horror y la violencia fue la Noche de los Cristales del 9 de noviembre de 1938. El resto es historia.

Las más impresionantes teorías podrán explicar las razones detrás de la elección de Donald Trump. Lo importante, por ahora, es entender que esta elección presidencial incumbe al mundo y muy particularmente a América Latina, en la medida en que nuestra gente puede ser perseguida y discriminada por el pecado de haber buscado un futuro mejor para ellos y sus familias. La Noche de los Cristales Rotos es, entonces, una advertencia de algo que podría suceder y que, sin duda, podría marcar trágicamente nuestras vidas. Espero, con todas mis fuerzas, equivocarme.

Tras la derrota de Hitler y la rendición de las potencias del Eje, Berlín se dividió en cuatro distritos. Con el advenimiento de la Guerra Fría, la tensión entre la pesadilla autoritaria soviética y las potencias occidentales escaló. En 1961 fue necesaria la construcción de un muro de hormigón armado, levantado en 45 kilómetros, para impedir la huida de los ciudadanos oprimidos por el totalitarismo comunista hacia Occidente, la democracia y la libertad. Muchos murieron al intentar cruzarlo. El desplome del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, fue uno de los momentos más altos, conmovedores y valientes de la historia humana, porqué la Cortina de Hierro significó la división del mundo y la búsqueda hegemónica de una potencia totalitaria que pretendía destruir la individualidad y la libertad del ser humano para imponer su delirante sistema de vigilancia y corrupción. En esa ocasión, Estados Unidos, e incluso sus conservadores presidentes republicanos, jugaron un papel fundamental en la lucha contra el funesto Telón de Acero. Casi tres décadas después, Trump propone la creación de un nuevo muro en la frontera de 3185 kilómetros que divide Estados Unidos de México, que en la práctica superaría en centenares de veces al construido por los soviéticos y que, sin duda, también dividirá el mundo, con la misma desfachatez y maldad. Un muro para destruir la democracia de su país. Donald Trump lo reiteró el 9 de noviembre del 2016, setenta y ocho años después de la Noche de los Cristales Rotos y veinte y siete de la caída del abominable Muro de Berlín.

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