El canto del lenguaje

La palabra “acento” viene del latín accentus, un préstamo del griego prosōidia, y quiere decir “una canción añadida al habla.” Entonces, no solo cantan los cuencanos, sino todos.

Y en este canto están contenidos muchos de los elementos reveladores de nuestras vidas. Nuestro acento es la expresión de la identidad individual y colectiva. Nos pertenece; es el patrimonio cultural heredado, pasado de generación en generación. Es una revelación para los demás de nuestra oriundez: los orígenes nacionales, regionales, de raíces cosmopolitas, provinciales o campesinas.

El acento es sentirnos en casa también. Por ejemplo, en el saludo idiosincrático quiteño: “¿Qué fue, loco?,” que suena en las calles, universidades, bares, hay una declaración de pertenencia; un reconocimiento implícito de que estamos hechos de lo mismo. El acento es el abrazo de bienvenida de nuestro hogar.

Asimismo, en el acento reposa la historia de nuestro país, ciudad y pueblo; el eco de nuestros antepasados en la articulación de cada consonante y vocal. Este también ha sido resultado de procesos históricos. Por ejemplo, la llegada de 2.3 millones de inmigrantes italianos a Buenos Aires, una ola humana que buscaba un futuro mejor en el Cono Sur, transformó el acento existente de la época y creó el castellano rioplatense, en el cual se percibe fácilmente la prosodia italiana en las estiradas sílabas acentuadas.

Nuestro acento ha sido enriquecido por la interacción entre personas de diferentes culturas y zonas geográficas. El cantadito musical que he escuchado en el hablar del español que empieza en el sur de la provincia Chimborazo y que se extiende hasta el Azuay es resultado de la asimilación de la cultura Cañari al español. Nuestro acento es entonces una manifestación del mestizaje.

El acento es también un fiel narrador de la complejidad de la sociedad que nos rodea, con su maraña de jerarquías y estratos sociales. Nos revela muchos detalles sobre la pertenencia a una clase social u otra. Y suele ser usado para identificarnos dentro de un cierto grupo o, inevitablemente, para excluirnos del otro. Muchas veces el acento es un obstáculo que impide interrelacionarnos con gente diferente y cruzar la línea divisoria que nos separa. A veces, la vergüenza de los acentos obliga a adaptarnos, y, para ello, adoptar uno socialmente más aceptable. Esta tendencia ha forzado a muchos británicos, por ejemplo -donde hay un gran problema de acentismo y discriminación- a suavizar sus acentos regionales a favor de algo parecido al llamado Received Pronunciation, el nombre que se ha dado a la pronunciación clásica y de una alta esfera social del inglés en Gran Bretaña para poder acceder a empleos de cierto nivel. El acento no es siempre una representación de quien queremos ser; puede un peso y una obligación social.

Para un extranjero viviendo en otro país el acento puede convertirse en un reto diario de pertenencia o inclusión. El desafío es pronunciar, como los nativos, los sonidos que no existen en nuestras lenguas: la doble “rr” en español para personas de madre lengua inglesa o la pronunciación de la “th” en inglés para los hispanohablantes. Para mí, tener un acento auténtico requiere años de disciplina. Es el arte de escuchar con atención e imitar lo más que se puede.

Una vez en la universidad en la que estudié, mi profesora de alemán, quien había vivido casi toda su vida en Inglaterra, dijo una cosa muy sabia sobre este tema: podemos vivir años en un país extranjero y dominar su lengua y cultura casi a la perfección, pero lo único que no podemos esconder o perder por completo es nuestro acento. Entonces, no nos queda más que contentarnos con nuestros acentos. Es decir, con nuestra procedencia, nuestras raíces, nuestro canto.

Más relacionadas