Las horas horribles de Jorge Glas

Ni en su peor pesadilla se imaginó Jorge Glas que su estrepitosa caída no se iba a dar bajo un gobierno de Guillermo Lasso, sino cuatro meses después de que su partido se hiciera con el poder y él, una vez más, con la vicepresidencia de la República. En un conversatorio con la prensa el viernes pasado, le pregunté que si pudiera volver al instante en que decidió renunciar a su vida privada y familiar por la revolución ciudadana, ¿lo volvería a hacer? Sí, y mil veces sí, respondió, en una hostil y desesperada intervención, cargada de agresiones e interrupciones a los periodistas.

Algún día pensaremos, no sin horror, en el caso Odebrecht como un punto de quiebre en la historia reciente del Ecuador o, al menos, en la de un proceso político autoritario y populista. Al descubrirse la trama de corrupción, quedaron al desnudo los actos delincuenciales de quienes se hacían llamar mártires y proclamaron que refundaron el país en el 2007. Esta sí fue la década ganada, pero para ellos, los corruptos que se convirtieron en arrogantes ricos, gracias a las generosidades de la revolución ciudadana.

Hoy, Alianza País está partida, el vicepresidente está preso y el gobierno pone en marcha el trámite para realizar una consulta popular que, entre sus 7 preguntas, tiene un par que constituyen dardos frontales para desmontar el correato. Yo tampoco me imaginé que sería en el gobierno de un silencioso y hasta hace poco obediente militante de Alianza País que se iba a proponer prohibir la reelección indefinida, restructurar el Consejo de Participación Ciudadana, derogar la Ley de Plusvalía, suspender de por vida los derechos políticos de los corruptos, la ampliación de la zona intangible del Yasuní, la restricción de la minería metálica y la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra la niñez, luego de que justamente un halo de impunidad permaneció por años sobre el caso del abuso protagonizado por el padre del segundo mandatario.

Estas son las horas terribles de Jorge Glas. Se aferra a su cargo, por eso intenta, desde la cárcel, usar sus vacaciones a fin de que no corra el tiempo de 3 meses en que la ausencia temporal se convierte en definitiva y puede ser reemplazado. Aunque se niegue a verlo, para él renunciar no es sólo una demostración de elemental respeto al cargo público que no se supo honrar en el empleo del mismo, sino la última posibilidad de dignidad que le queda. En el mejor de los casos, dejó robar y se rodeó de un equipo de pillos, para manejar megaproyectos multimillonarios. Hoy dice el vicepresidente Jorge Glas que es ingeniero y no astrólogo, para explicar su ceguera ante la demencial corrupción en los Sectores Estratégicos. No habla bien de él, como administrador, ese supuesto. No fue capaz. Hubo ineptitud a la hora de tomar decisiones, seleccionar a la gente, autorizar las operaciones.

El desesperado de Bélgica, obsesionado con la presunta inocencia de compañero boy scout, dice que no es revolucionario permitir una injusticia, para salvar el proyecto político. Durante 10 años, hicieron y deshicieron a su antojo, a costas del proyecto político, que terminó siendo básicamente el proyecto inmobiliario de sus beneficiarios. En Uruguay, hace no tantos días, se apartó del cargo el que era vicepresidente de la República, sólo por la sospecha de haber malversado alrededor de tres mil dólares años atrás, en otro cargo. Y aquí nos siguen exigiendo a los ecuatorianos tolerar el escándalo de Glas, mientras él se acoraza en el despacho vicepresidencial.

Fue inmoral que Glas se defienda de las acusaciones desde el edificio de la Vicepresidencia, con la ayuda de sus funcionarios y asistentes, usando los recursos del Estado. Hoy es vergonzoso tener a un vicepresidente en la cárcel. Los ecuatorianos tenemos el derecho de contar con representantes sobre los que no haya sombra de duda. Si es inocente, lo sabremos todos. Pero la situación actual no es tolerable. Las instituciones deben funcionar y ser independientes de las personas. Las horas terribles de Jorge Glas representan la más viva caricatura del país que no hemos dejado de ser. (O)

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