Yo sobreviví a la graduación de mi hijo menor

María Rosa Jurado.

Sólo tengo dos hijos, y el mayor es conocido en el argot familiar como «el grande» y el otro siempre ha sido «el enano», porque aunque es más alto que yo, pues, siempre ha sido el más chiquito.

No sé qué hubo en el aire este año lectivo 2017-2018, pero las mamás del curso de mi hijo estallamos de amor por ellos. Se armó un alboroto con los detalles de la fiesta de grado y se manifestó un engreimiento total para con los muchachos. A mediados de año, algunas iluminadas decidieron que les hiciéramos un baile sorpresa con los temas de su generación. Yo me entusiasmé en seguida, los once años de ballet que estudié con Inge Bruckmann dieron como fruto que adoro todo lo que sea baile, me gusta el baile árabe, disco, bolero, salsa, cumbia, cachullapi, patinaje artístico, bailes acuáticos… todo lo que sea mover el esqueleto con ritmo. Una vez, hace años, en Argentina salí a bailar «La naranja» representando a Ecuador en un show para turistas y me tuvieron que avisar tres veces para que me vaya del escenario. Casi sube alguien a sacarme.

Las líderes del baile escogieron unas canciones que jamás hubiera pensado. ¿Yo bailando «La Gasolina» igual que en el video de Daddy Yankee? Pues bailamos desde «High School Musical» hasta «Despacito» y «Shaky Shaky», Chino y Nacho, Marc Anthony  unos cincuenta padres y madres de mediana edad con un entusiasmo y un fervor que era de no creerse. Gracias al fabuloso instructor, el baile salió genial. Mis meniscos de las rodillas se rompieron y más de una madre quedó sin resuello y al borde del infarto al final de la función, pero los chicos gritaron, saltaron, nos abrazaron llorando y dijeron que bailábamos mejor que ellos, así que felices, dimos todo por bien empleado.

Luego pasaron todos los sufrimientos de los exámenes de la Senescyt, que gracias a Dios, esta vez fueron en el mismo colegio, (no como mi hijo mayor que tuvo que irse de madrugada a Tarifa a buscar el bendito colegio que le tocó). Y después los exámenes del Bachillerato Internacional que lo pasó con esa capacidad suya de fluir en medio de las dificultades que siempre he admirado.

Se fue acercando el día de la graduación y uno de esos días el enano anunció que tenía novia. Yo lo tomé con toda la serenidad que corresponde a mi inteligencia y madurez. Pero un jueves, seis días antes de la ceremonia de graduación y nueve días antes de la fiesta de grado, mi cara empezó a ponerse roja, muy roja.

Sufro de rosácea, que es una condición inflamatorio y crónica de la piel, que provoca un enrojecimiento de la nariz, las mejillas, la barbilla y bultos como granos en la cara. Pero esta vez era algo demasiado exacerbado. Me sentía como la versión femenina y roja del monstruo acuático verdiazul de Guillermo del Toro en «La forma del agua». 

Mis hermanas y mi mamá no tuvieron empacho en decirme lo horrorosa que estaba y junto a mis amigas me recomendaron cuanto doctor bueno hay en Guayaquil. Yo preferí al que me atendiera primero entre los recomendados, y conseguí cita el viernes con una doctora muy profesional que me recetó pastillas, cremas y me mandó exámenes, y  logró que mi cara volviera a ser humana en el transcurso de cinco días.

Dios la bendiga.

En general, tengo bastante controlada a la dichosa rosácea, sé que si paso de la segunda copa de vino la cara me empieza a quemar como si tuviera fuego en las mejillas, por lo que encuentro un vaso lleno de agua con hielo y me lo pego a las mejillas hasta que me baje el calor. No tomo sopas muy calientes porque el vapor me mata, y trato de tomarlo todo suave, como dicen por ahí. En realidad, lo que más me molesta de ella es que siempre delata mi furia. No puedo fingir que no estoy enojada porque la gente me dice: «estás toda roja, María Rosa». Y además, apenas me da vergüenza, me sonrojo ostensiblemente, todo lo cual limita mi capacidad para mantener en alto mi dignidad.

El terrible brote del jueves la doctora lo atribuyó a haber comido algo en mal estado o al uso de un ingrediente nuevo en la casa, como la cúrcuma que había probado, o tal vez al batido de mora que me hice en la mañana. Pero mi profesora de cine, una mujer muy inteligente en cuya agudeza confío,  me aseguró esa noche del jueves que me vio que mi brote de rojez en la cara era causado por un estrés emocional que tenía que ver con que mi pequeño había dejado de ser mi pequeño para convertirse en un bachiller que pronto ingresaría a la universidad, pasando de golpe y porrazo a la adultez sin que yo hubiera tenido tiempo suficiente para adaptarme debidamente a la situación. La escuché con mucha atención, pero no estuve tan segura de que fuera cierto. Yo soy una persona en control de mí misma. ¿Cierto?

Luego vinieron la misa de agradecimiento y la graduación, que fueron unas hermosas y emotivas ceremonias. Mi hijo me llevó una rosa blanca y me abrazó. Yo había considerado excesiva a la fiesta de grado, recordando mi sencilla ceremonia de graduación de hace un millón de años, que no tiene nada que ver con el gran evento que es ahora, pero debo reconocer que quedó lindísima, con muchos detalles, con una música increíble, y unos videos espectaculares, y que mi hijo y sus amigos estuvieron felices.

Así que ahora ya mi hijo está yendo al preuniversitario y yo no me levanto de madrugada a hacer un montón de sánduches ni a servirle el desayuno, duermo hasta más tarde y estoy liberada de llevarlo y traerlo como antes porque ya maneja y tiene licencia. Estoy muy feliz de que todos seamos adultos en esta casa y no haya un chiquito al cual cuidar.

O quizás no.

Creo que necesito la sabiduría del maestro Benedetti para explicar mejor esta sensación de estar sin esperanzas y radiante: «No sé si soy una persona triste con vocación de alegre, o viceversa, o al revés. Lo que sí sé es que siempre hay algo de tristeza en mis momentos más felices, al igual que siempre hay un poco de alegría en mis peores días», Mario Benedetti.

María Rosa Jurado

(O)

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