A las 12h00 en punto, Meghan Markle entraba, sola, en la Capilla St George, para casarse con el príncipe Enrique, sexto en la línea de sucesión al trono británico, con un vestido de la diseñadora Clare Waight Keller.
Mientras sus predecesoras eligieron encajes y detalles decorativos en el escote y las mangas, Meghan Markle ha optado por la máxima sobriedad. Según la tradición establecida en los anteriores enlaces de la Familia real británica, el vestido de la novia incluiría encaje de Honiton (una variedad inglesa muy delicada y floral del encaje de Bolillos) y detalles de flores de azahar, símbolo de pureza. Pero ni en el cuerpo ceñido y con escote barco, ni en la falda de silueta ‘A’ modificada, el vestido de Meghan Markle contaba con estos detalles, marcando una verdadera diferencia.
Elaborado en cadi de seda, un tejido que aporta cuerpo y cierta rigidez, y de color blanco, «para aportar una refrescante modernidad», lo más llamativo del vestido es su sencillez. El escote barco descubre ligeramente los hombros y, desde él, las líneas se extienden hasta la parte posterior, que dibuja pliegues suaves gracias a la enagua de organza de seda.
El espectacular velo de Meghan Markle ha recordado mucho al que Diana de Gales llevara en su enlace con el príncipe Charles, el 29 de julio de 1981. Frente a la sencillez del vestido, el velo se ha convertido en el absoluto protagonista. De cinco metros de largo y confeccionado con tul de seda, es en él donde sí están los esperados bordados florales.
Según ha revelado la Casa Real, Markle quería hacer una referencia a los 53 países que configuran la Commonwealth. Para ello, investigó junto a la diseñadora Waight Keller en la flora de estos territorios, para seleccionar una flora por país y configurar una suerte de guía botánica que ha sido bordada a mando en el delicado tul. A esas 53 flores, Meghan Markle quiso añadir dos más: la flor de macasar, que crece en los terrenos del Palacio de Kensington frente a Nottingham Cottage, y la amapola californiana, la flor del estado donde nació ella. En la parte delantera del velo, dos espigas de trigo simbolizan la caridad y el amor.
La ahora Duquesa de Sussex ha sorprendido con una tiara que no se barajaba, un modelo bandeau con motivos geométricos en vez de los florales tradicionales. Esta joya de diamantes y platino perteneció a la Reina Mary y se creó en 1932, aunque el broche central data de 1893.
También de diamantes son los pendientes Galanterie y el brazalete Reflection, todo de oro blanco y de la colección Alta Joyería de Cartier de Alta Joyería con los que Meghan Markle ha acompañado su anillo de compromiso, diseñado por el propio Harry. Elaborado en oro amarillo, esta joya tiene tres diamantes engastados: uno central procedente de Botsuana, y dos laterales, más pequeños, que pertenecieron a Diana de Gales. Para dar forma a este anillo tan especial, el príncipe Harry confió en la casa joyera inglesa Cleave and Company, la misma que ha elaborado las alianzas de los novios: en Oro Galés y creado a partir de una pepita regalado por Su Majestad la Reina para Meghan, y en platino con relieve para Harry.
Una tradición que Meghan Markle ha decidido saltarse con sus joyas es la de elegir un zafiro como ese «algo azul» del clásico mantra que siguen muchas novias («algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul»). La reina Victoria inauguró esta costumbre con el broche que el príncipe Alberto le regaló en su boda, en 1840. Pero la ya Duquesa de Sussex ha vuelto a demostrar que hace las cosas a su propio modo, y el zafiro no ha entrado en su joyero nupcial.