Sobre Mahuad, la paz con el Perú y el destino de los hombres

Carlos Jijón
Guayaquil, Ecuador

Viví la firma de la paz con el Perú, hace ya veinte años, en el Palacio de Itamaraty, en Brasilia. Yo era editor político del diario HOY, y había llegado a la culminación del que seguramente ha sido el más importante proceso de negociación diplomática de la historia del Ecuador, que había durado más de cuatro años, en los cuales había cubierto a cuatro presidentes ecuatorianos, desde Sixto Durán Ballén, que dio el fundamental primer paso para empezar a dialogar, pasando por Abdalá Bucaram, Fabián Alarcón (que tuvieron el mérito indiscutible de continuar las conversaciones), hasta Jamil Mahuad, quien finalmente encausó las negociaciones bajo la urgencia inapelable de que o firmábamos la paz o íbamos a la guerra.

Y ahí estábamos entonces. En ese palacio en Brasilia, que veinte años después recuerdo como diseñado para un filme de Tim Burton. He tenido la fortuna de visitar muchos lugares gracias a mi profesión de periodista. Pero no recuerdo uno de arquitectura tan inquietante como Itamaraty, la sede de la diplomacia brasileña, donde ese mañana, ante los mandatarios de los países garantes del Protocolo de Río de Janeiro, y el Rey Juan Carlos de España, los presidentes Jamil Mahuad y Alberto Fujimori se aprestaban a firmar un tratado que iba a dar fin a más de ciento cincuenta años de enemistad y guerra entre dos países hermanos.

Debe ser el evento histórico más importante que he cubierto. Pero no sé por qué, indiferente ante tanta pompa, pudo más en mi la convicción de que nunca más caminaría por ese lugar tan extraño, y cedí al impulso irresistible de abandonar la sala para recorrer esos salones que recuerdo adornados por esculturas improbables. Tenía la ventaja de que la ceremonia se transmitía por parlantes de tal manera que la iba escuchando mientras exploraba el lugar. Había entrado, un piso más abajo, a un pequeño auditorio donde los funcionarios del servicio exterior brasileño miraban la ceremonia, en el instante que Mahuad levantaba una cantimplora que dijo que había pertenecido a su abuelo, que había combatido en la guerra del 41, y me senté a mirarlo, cautivado por su oratoria.

Y ahí, rodeado de extraños, vi cuando Mahuad obsequió a Fujimori la cantimplora de su abuelo, en una ofrenda de paz, para que nunca más jóvenes ecuatorianos ni peruanos se vean abocados al horror de la guerra. Y entendí que por recorrer un lugar que nunca iba a volver a pisar me estaba perdiendo de mirar en vivo el hecho más trascendente de la historia del Ecuador durante el siglo XX. Confieso que la emoción me embargó, tanto como le puede afectar a un hombre de una generación que estaba por cumplir los 18 años cuando estalló la Guerra de Paquisha, y vio en las calles de Guayaquil a centenares de jóvenes eufóricos subir a los buses para ir a la frontera a defender a la Patria y luego vio el desfile de los ataúdes y los soldados lisiados. Y que una década después, ya como periodista, le tocó cubrir la Guerra del Cóndor y publicar las mismas imágenes.

Creo que la generación actual no tiene idea de lo que es vivir en un país que cada cierto tiempo iba a la guerra. Y que por eso no valora en su real dimensión la importancia de la Presidencia Mahuad, hundida ahora en la desmemoria y el desprestigio por la decisión, un año después, del feriado bancario que congeló por un año los fondos que los ecuatorianos teníamos depositados en los bancos, como una medida desesperada para contener la crisis.

Para ser un presidente indeciso y pusilánime, como lo describe la propaganda, Mahuad tomó dos de las decisiones que moldearon el Ecuador de hoy. La primera fue la Paz con el Perú, que modificó sustancialmente nuestras relaciones internacionales, permitió invertir en el desarrollo unos fondos que antes se dedicaban a la compra de armas, y abrió las puertas al comercio antes inexistente entre ambas naciones. La otra fue la dolarización, que cortó en seco el angustioso proceso de inflación y dio estabilidad económica a las personas. Una tercera medida, la creación del bono solidario, que entonces se llamó bono de la pobreza, no podrá ser revertida por presidente alguno por lo menos en las siguientes décadas.

Comparado con las carreteras construidas por la revolución ciudadana, el legado de Mahuad es inobjetable. Su derrocamiento posterior y el juicio penal que se le siguió bajo la acusación de peculado por haber dispuesto el feriado bancario, pese a que nunca nadie ha creído, ni lo han acusado, que él se haya apropiado de parte del dinero congelado, merecen ser revisados a la luz de la Historia.

Pero nadie sospechaba ese momento en Brasilia lo que el futuro nos deparaba. Cuando regresé al salón donde Mahuad y Fujimori firmaban la paz, con el corazón desbocado por subir las escaleras a la carrera y la certeza del hecho histórico del que era testigo, nadie podía imaginar el destino de esos dos hombres que en medio de vítores y sonrisas intercambiaban plumas rodeados de presidentes y hasta un rey. Nunca más caminé por Itamaraty. Ni vi nunca más a Mahuad desde esa noche, años después, que fue sacado del Palacio sin que intente disparar ni un solo tiro. El tiempo, que todo lo transforma, quizás le depare volver y le permita envejecer entre los suyos.

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