Osvaldo Hurtado Larrea
Quito, Ecuador
El 29 de junio de 1994, en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, participé en la presentación de la cuarta edición del libro Derecho territorial ecuatoriano escrito por el ex canciller Julio Tobar Donoso y el diplomático Alfredo Luna Tobar.[1] En mi intervención, en lugar de referirme al contenido de tan importante obra, bastante conocida, examiné la responsabilidad atribuida al canciller Tobar Donoso y al Protocolo de Río de Janeiro, en la reducción del patrimonio amazónico del Ecuador y en el alejamiento del río-mar que una expedición quiteña había descubierto en la Colonia.
Las evidencias demostraban lo contrario. Buena parte de dichos territorios comenzaron a perderse en el transcurso del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, por la lenidad de los ecuatorianos para estructurar un Estado que mereciera ese nombre y el desinterés de los gobiernos en desarrollar el atrasado Ecuador. Debido a estas razones el país no dispuso de recursos económicos y de los medios castrenses y diplomáticos requeridos para preservar la integridad territorial de la nación.
Esta reflexión, por entonces políticamente incorrecta, me parecía indispensable porque la derrota militar del año 1941 en la frontera sur y la diplomática de 1942 en Río de Janeiro, no hicieron otra cosa que consagrar jurídicamente los actos posesorios realizados por el Perú en los territorios sitiados al norte del río Amazona. Hasta entonces poco o nada había hecho el Ecuador para impedirlo, debido al rezago económico, el inveterado desorden político, la debilidad extrema de las Fuerzas Armadas y la escasa influencia internacional del país, problemas dramáticamente empeorados en la década anterior a la invasión peruana de las provincias de El Oro y Loja. En vista de ello me parecía históricamente deleznable, además de injusto, atribuir la responsabilidad de la tragedia territorial del Ecuador al gobierno del presidente Carlos Arroyo del Río y a la gestión del canciller Julio Tobar Donoso.
La economía, que ya sufría una aguda crisis desde 1921, por la caída de la producción y ventas de cacao, a principios de la década siguiente primero estuvo en recesión, luego estancada y solo consiguió crecer levemente poco antes de 1941. El Estado, en consecuencia, careció de recursos financieros para atender las necesidades de la defensa nacional, pertrechar a la fuerza terrestre y organizar un ejército capaz de defender el territorio nacional. Los pocos destacamentos que el Ecuador tenía en la frontera sur con el Perú eran precarias chozas, inadecuadas para propósitos militares, que apenas servían para guarecer de la intemperie a los soldados. Los mandos no tenían oficiales graduados en academias de Estado Mayor y la tropa carecía de armas y medios que le permitieran defender sus posiciones y atacar las de enemigo. Tampoco contaba con caminos que facilitaran la movilización de los efectivos militares y su abastecimiento, los cuales ni siquiera disponía de alimentos, vestido y calzado adecuados. La Fuerza Aérea era un arma inexistente pues no poseía aviones de combate; algo parecido sucedía con la Fuerza Naval, conformada por tres barcos inútiles para librar batallas marítimas, por ser embarcaciones comunes adaptadas precariamente para operaciones bélicas.[2] En cambio la infantería y la caballería peruana estaban muy bien pertrechadas, incluso con ametralladoras, el número de efectivos superaba en relación uno a trece al ejército ecuatoriano y la fuerza terrestre recibía la protección de aviones bombarderos, que aterrorizaban a los soldados ecuatorianos con sus incursiones aéreas.[3]
Desde la fundación de la República el debate nacional se agotó en luchas intestinas que consumieron las pocas energías positivas desplegadas por el país, en ocasiones tan irreductibles que le sumieron en el caos y la anarquía, problema que empeoró severamente en los años treinta. En esta década ejercieron el poder dieciséis presidentes, dictadores o encargados de la primera magistratura y en 1933, en el corto lapso de sesenta y cinco días, doce ciudadanos ocuparon la cartera de Relaciones Exteriores, como titulares o interinos.[4] Esta extrema inestabilidad política y las luchas facciosas e irreconciliables de partidos y grupos políticos impidieron la conformación de gobiernos responsables, competentes y previsivos, que promovieran el desarrollo nacional y protegieran las fronteras patrias. Además truncaron las carreras militares de oficiales distinguidos, desmantelaron los mandos de las Fuerzas Armadas e impidieron que la Cancillería estuviera en condiciones de definir y ejecutar una política territorial de largo plazo, necesaria para que produjera frutos.
En razón de estas debilidades políticas, económicas y militares, a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, el Ecuador no pudo realizar actos posesorios efectivos en los territorios amazónicos en disputa, mediante el establecimiento de puestos militares y el poblamiento colonizador de civiles. La primera carretera de penetración a la región oriental comenzó a construirse luego de la guerra de 1941, a través de las poblaciones de Baños y Puyo. Hasta entonces los ecuatorianos y el ejército no contaron con un camino carrozable que atravesara la cordillera oriental y llegara a la Amazonia, tránsito para el que solo dispusieron de precarios senderos de montaña. La falta absoluta de caminos limitó el acceso a ríos navegables, únicas vías de comunicación que permitían adentrarse en la impenetrable selva amazónica, para abastecer las simbólicas guarniciones militares existentes. En cambio al Perú, que tempranamente había accedido a los ríos Marañón y Amazonas, le resultó fácil rebasarlos y avanzar por sus afluyentes río arriba hacia los Andes ecuatorianos, para establecer guarniciones militares sin que nadie lo impidiera. Ilustra la lejanía en que se encontraban los por entonces ignotos territorios amazónicos, que hasta los años sesenta se los conocía en el país con el nombre de un punto geográfico: “el Oriente”.
Más aún, antes de que se suscribiera el Protocolo de Río, Ecuador había realizado cesiones territoriales en favor del Perú de centenares de miles de quilómetros, que fueron alejándolo paulatinamente del río Amazonas. En 1890 el tratado Herrera-García fijo el río Pastaza como la línea limítrofe entre los dos estados. Mayores concesiones se hicieron al aceptarse el statu-quo de Lima de 1936 y durante las negociaciones de Washington de 1938, en las que el país propuso una línea geográfica transaccional que otorgaba al Perú extensos territorios al norte del Marañón.[5] Estas tratativas constituyeron un implícito reconocimiento de que ya, a fines del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, el Ecuador no se encontraba en posesión de dichos territorios y tampoco tenía un acceso directo al río Amazonas.
El Protocolo de Río consagró jurídicamente estas concesiones hechas al Perú anteriormente, resultado de sus avances territoriales y el retiro amazónico de nuestro país. A lo que sumó algo más de diez mil kilómetros cuadrados y no los centenares de miles que la opinión pública atribuye a su aceptación.[6]
Como lo he señalado, en este infausto final del centenario litigio territorial no solo tuvieron que ver el gobierno y las autoridades que aceptaron y suscribieron el Protocolo de Río. Mayor fue la responsabilidad de los ciudadanos y de quienes dirigieron el país desde la fundación de la República y especialmente en los años anteriores a 1941 y 1942. Fueron excepcionales los gobiernos que se interesaron en preparar económica, política y militarmente al país, para que estuviera en posibilidad de tomar posesión de las tierras situadas al norte del río Marañón y Amazonas y de ser necesario defenderlas mediante las armas. Al perderlas definitivamente, con la firma del Protocolo de Río de Janeiro, las realidades mencionadas fueron ignoradas. Autoridades, líderes políticos, dirigentes sociales, académicos, educadores y ciudadanos, en lugar de asumir sus responsabilidades individuales y colectivas y repasar la historia limítrofe, las descargaron en el presidente Arroyo del Río y en el canciller Tobar Donoso, a los que convirtieron en víctimas expiatorias de la centenaria incuria nacional.
A tales falencias, por las que el Ecuador no había podido defender militar y diplomáticamente el patrimonio amazónico, en 1941 y 1942 se sumó la abrumadora derrota sufrida por el ejército ecuatoriano, la ocupación de una parte de las provincias de El Oro y Loja por las victoriosas tropas peruanas y la amenaza de que avanzarían hacia el norte y atacarían Guayaquil, si la delegación ecuatoriana que negociaba en Itamaraty se negaba a aceptar la propuesta de los países garantes: Argentina, Brasil, Estados Unidos y Chile. Como siempre había sucedido en la historia del mundo, el país vencedor impuso la línea de frontera más conveniente a su interés. El desamparo en que se encontraba el país fue expresado dramáticamente por el ministro de Defensa Carlos Guerrero, al hacer un llamado a que “en vista de la debilidad militar del Ecuador y a fin de salvar su existencia”, sacrificara sus aspiraciones amazónicas y “aceptara la línea oriental” que se consiga en la negociación con el Perú, “cualquiera sea.”
A pesar de aquellos antecedentes, de que el Congreso aprobó el Protocolo de Río de Janeiro con el voto de legisladores del gobierno y de la oposición, de que fue aceptado y ejecutado por sucesivos gobiernos y de que la frontera había sido demarcada en casi su totalidad, años después fue impugnado, con la esperanza de recuperar al menos una parte de los territorios perdidos. Primero se arguyó que era inejecutable, al descubrirse que no existía un accidente geográfico determinado en dicho tratado. Años más tarde en un rapto retórico y el aplauso nacional el candidato y luego presidente Velasco Ibarra lo declaró nulo, por haber sido impuesto mediante la fuerza de las armas, posición que en su siguiente gobierno abandonó para solicitar una “transacción honrosa”. Estas declaraciones, si bien impidieron que concluyera la demarcación de la frontera, no consiguieron que el Perú, los países garantes y la comunidad internacional las aceptara, a pesar del laborioso trabajo diplomático realizado por la Cancillería. Ni siquiera la propuesta, en la que finalmente se resumió la demanda territorial ecuatoriana, de que el país tuviera un acceso al río Amazonas.
Este era el estado del problema territorial en 1981 cuando se produjo el choque militar de la cordillera del Cóndor. Los perjuicios económicos sufridos por el país y el riesgo de que se desencadenara una devastadora guerra, despertaron la consciencia de que la seguridad nacional exigía definir en el más breve plazo la frontera con el Perú, en la zona oriental no delimitada del río Cenepa. En vista de ello, y de mis propias convicciones, al asumir la presidencia acepté una iniciativa del secretario general de la OEA Alejando Orfila, de que Ecuador y Perú iniciaran conversaciones constructivas sobre el diferendo limítrofe. Al mismo tiempo pedí a la Cancillería realizar consultas que permitieran, mediante un consenso nacional, fijar una política territorial de Estado, paso necesario para asegurar su continuidad en futuros gobiernos y, de este modo, encontrar una solución definitiva al problema territorial.
Si bien la mayor parte de los líderes de opinión se pronunciaron porque se definiera una postura territorial realista, que por ser tal produjera resultados, no faltaron los que reiteraron la tesis de la nulidad. Lo hizo públicamente el diputado opositor y luego presidente León Febres Cordero, quien llegó al extremo de calificar a mi iniciativa como un acto de “traición a la patria.” Por su parte las Fuerzas Armadas cuestionaron un pronunciamiento que en aquel sentido hizo el ministro de Defensa Raúl Sorroza. Estos desacuerdos impidieron que se iniciaran las conversaciones de Washington, a pesar de que los presidentes de Ecuador y Perú (Fernando Belaunde) habíamos nombrado a quienes nos representarían en ellas, los embajadores Ricardo Crespo y Fernando Schwalb. Hubo sin embargo ciudadanos que la apoyaron sin reservas, como el ex presidente Galo Plaza, el líder socialista Carlos Cueva Tamariz, monseñor Alfredo Luna y el periodista Alejandro Carrión, así como algunos medios de comunicación.
Al concluir mi gobierno y pasar a presidir la Corporación de Estudios para el desarrollo (CORDES) mantuve mi interés en la solución del problema territorial, por considerar un asunto vital para el futuro del Ecuador. Con este fin promoví el acercamiento de los dos países, mediante el examen de lo mucho que podían ganar con la paz en diversos campos, especialmente a través del fortalecimiento de sus relaciones económicas. Este planteamiento despertó el interés del Centro Peruano de Estudios Internacionales (CEPEI), con el que la corporación acordó abordarlo conjuntamente. Con este propósito acordaron realizar en Quito y Lima seminarios para que ponentes de Ecuador y Perú identificaran ámbitos de trabajo común y cooperación bilateral. En vista de que en estos eventos iba a omitirse el tratamiento del problema territorial, consulté la conveniencia de realizarlos a líderes de opinión y miembros del Directorio de CORDES. Sus criterios fueron desfavorables, por considerar imprudente que una institución presidida por un ex presidente de la República dejara de lado la histórica disputa fronteriza. Recelos y suspicacias de parecido tenor, que también se dieron en el Perú, impidieron que el CEPEI confirmara su participación, de modo que únicamente pudo realizarse el seminario nacional. Las disertaciones presentadas por los expositores fueron recogidas en el libro: Ecuador y Perú, vecinos distantes (1993).
En ellas se analizaron asuntos atinentes a la seguridad nacional, integración y cooperación fronteriza, relaciones comerciales y económicas, identidad cultural, convergencia de las políticas exteriores y la historia común de los dos países. Cabe mencionar someramente algunos puntos importantes. La frontera más extensa del Ecuador era la que le separaba del Perú, con el que además compartía el mar, los Andes y la Amazonía. Entre los dos países habían existido vínculos estrechos en el Incario, la Colonia, durante las guerras de independencia y en los primeros años de la República, particularmente entre Guayaquil y Lima y entre Loja y Piura. Ecuador y Perú participaban de la misma comunidad étnica y cultural, fuertemente impregnada por el componente indígena y la lengua quichua. En la frontera sur ya existía un activo intercambio comercial, del que dependía la provisión de alimentos a las provincias peruanas norteñas y de manufacturas a las limítrofes ecuatorianas. Convenios celebrados entre ambos países para incrementar las relaciones bilaterales y favorecer el desarrollo, no se habían ejecutado por las suspicaces relaciones bilaterales y el enfrentamiento armado de 1981. Alegándose motivos de seguridad nacional se habían postergado obras públicas necesarias para el progreso de las provincias sureñas, como la vital carretera Machala-Guayaquil. Las limitadas inversiones privadas y el atraso de pueblos, ciudades y zonas rurales fronterizas, en parte se debía a la presencia del conflicto territorial. Las posibilidades de que Ecuador y Perú intensificaran sus relaciones comerciales y complementaran las economías, para mejorar el bienestar social eran significativas. Y los pueblos ecuatoriano y peruano tenían más afinidades entre sí que con otros pueblos latinoamericanos.
Al mismo tiempo en las nuevas generaciones comenzaron a cambiar las inamistosas percepciones sobre el Perú y a superarse el trauma nacional causado por el Protocolo de Río de Janeiro. Para los jóvenes nacidos en el último tercio del siglo XX, la invasión peruana de 1941, aquel tratado y la perdida de una parte de los territorios amazónicos, no tenían las connotaciones patrias que preocupaban y movilizaban a las personas de mayor edad. En unos casos por el tiempo transcurrido desde cuando se produjeron aquellos hechos, más de medio siglo, y en otros por el carácter cosmopolita y pragmático de las nuevas generaciones. Como también por la consideración de que la mayor riqueza de los territorios en disputa -el petróleo- había quedado dentro de los linderos nacionales. Gracias a ella el Ecuador pudo progresar como nunca en su historia, especialmente en los prósperos años setenta del siglo XX.
La perspectiva realista con la que el país comenzó a mirar el problema territorial y el que muchos ecuatorianos dejaran de ver a su vecino como un hostil enemigo, abrieron las puertas de una constructiva relación peruana-ecuatoriana. Esta laudable convergencia hizo posible que presidentes ecuatorianos visitaran el Perú y el presidente Alberto Fujimori viniera a Quito, invitado por el presidente Rodrigo Borja. Para sorpresa general fue recibido cordialmente y aplaudido fervorosamente por el pueblo. Apenas unos años antes habría sido imposible que algo parecido pudiera ocurrir y tampoco que un mandatario ecuatoriano se atreviera a invitar a su colega peruano. A pesar de estar unidos por un fuerte lazo de vecindad, una historia común e intereses económicos recíprocos, por más de una centuria los dos países habían permanecido de espaldas.
El nuevo choque militar de 1995, en el sector del río Cenepa, en lugar de enervar las relaciones bilaterales, como sucedió en 1981, hizo que muchos ecuatorianos reflexionaran sobre la conveniencia de poner fin a la disputa territorial con el Perú. Dicha zona, en razón de no estar delimitada, se había convertido en una fuente de graves enfrentamientos armados que pudieron derivar en una guerra. En ambos casos, como los puestos militares ecuatorianos no pudieron ser tomados por las tropas peruanas, debido a sus ventajas logísticas y geográficas, el gobierno del Perú amenazó con invadir la provincia de El Oro, región en la que su superioridad bélica era manifiesta. No fue esta la única razón por la que el presidente Sixto Durán Ballén incurrió en la temeridad -para la época- de “reconocer la vigencia del Protocolo de Rio de Janeiro”. De prolongarse las operaciones militares por unos días más, la economía ecuatoriana habría caído en estado crítico. La circunstancia de que los soldados ecuatorianos se mantuvieran firmes en sus posiciones sin dar “ni un paso atrás”, contribuyó a que la opinión pública y las Fuerzas Armadas miraran la decisión presidencial como una consecuencia de la victoria militar. Incluso los propugnadores de posturas maximalistas, como la nulidad del Protocolo de Río, no intentaron lucrar políticamente y prefirieron guardar un prudente silencio.
Al anuncio del presidente Durán Ballén siguió la admisión, por parte del presidente Fujimori, de la existencia de un problema territorial con el Ecuador. Estas sorprendentes posiciones de los gobernantes de Ecuador y Perú abrieron los bloqueados cauces de la negociación, para que fueran los diplomáticos y no los soldados quienes encontraran la fórmula jurídica que pusiera fin al diferendo limítrofe. De esta manera, por primera vez en medio siglo de disputas y conflictos, los contendientes renunciaron al uso de las armas y acordaron resolver pacíficamente la controversia territorial, hecho de contornos históricos. .
Para bien del país, estas reflexivas actitudes dieron lugar a un inusitado círculo virtuoso. A pesar de la aguda inestabilidad política vivida por el Ecuador en el segundo lustro de los años noventa, se produjo un implícito consenso en la opinión pública de que todos los ecuatorianos estaban obligados a contribuir a que la negociación avance sin contratiempos. La política territorial, definida por el presidente Durán Ballén, fue continuada por los presidentes Abdalá Bucaram y Fabián Alarcón y culminada acertadamente por el presidente Jamil Mahuad. El conflictivo y fragmentado Congreso Nacional facultó al presidente de la República, para que aceptara la propuesta de los presidentes de los Países Garantes, sobre la línea que debía seguir la frontera entre Ecuador y Perú en las zonas no delimitadas. Gracias a estas patrióticas conductas, extrañas al modo de ser de la política ecuatoriana, el 26 de octubre de 1998 los presidentes Mahuad y Fujimori, mediante la firma del Acta de Brasilia, pusieron fin a la centenaria disputa territorial.
Para que se acordara la paz fue determinante la decisión del presidente Sixto Durán Ballén de que el Ecuador aceptaba la vigencia del Protocolo de Río de Janeiro, sin la cual el Perú no hubiera accedido negociar la solución del problema territorial. Difícilmente otro gobernante, que no fuera Alberto Fujimori, se habría atrevido a contradecir la posición intransigente de la cancillería y de los políticos peruanos. Jamil Mahuad tuvo la entereza de correr el riesgo de que se confirmara la línea fronteriza consagrada en del “dictado de Río”, tradicionalmente impugnada por la clase dirigente y la ciudadanía. El sentido de la historia y la sagacidad con la que procedió el canciller Fernando de Trasegnies propiciaron el encuentro de una fórmula territorial que fuera aceptable para el Ecuador. Y gracias al largo ejercicio de la cancillería del Ecuador por un diplomático experimentado como José Ayala Lasso, pudo avanzar la negociación, superarse contratiempos y crearse la consciencia de que convenía al interés del Ecuador firmar la paz con el Perú.
Quito 9 de octubre de 2018
[1] Hurtado, Osvaldo: Julio Tobar Donoso, víctima propiciatoria, FESO, Quito, 1994
[2] Arroyo del Río Carlos: Mensaje al Congreso Nacional del 17 de febrero de 1942.
[3] Tobar Donoso Julio: La invasión peruana y el protocolo de Rio. Banco Central, Quito, 1982, p. 239-253.
[4] Arroyo del Río, Carlos: En plena vorágine, Editorial El Gráfico, Bogotá, 1948, pp. 36 y 37
[5] Tobar Donoso Julio: ob. cit. p. 80-84.
[6] Ibid. P. 461-465. Según el autor la superficie del Ecuador redujo en 13.480 kilómetros cuadrados, pues en una zona perdió 18.552 kilómetros y en otra ganó 5.072.