¿Descorreizar el Estado o nobilizar la política?

Sebastián Raza
Cambridge, Reino Unido

Hace algún tiempo escribí en este medio que el proceso de consulta popular llevado a cabo en el gobierno de Lenín Moreno, bajo el estandarte de descorreización, no implicaba de ninguna manera democratización. Mi argumento era simple: descorreizar implicaría una democratización solo si empezamos a pensar los asuntos públicos más allá de figuras personales, más allá de pleitos entre compadres y peleas de gallos a medianoche. Lo que ha pasado después no ha hecho sino que yo esté cada vez más convencido de las profundas raíces antidemocráticas de nuestra cultura política y esfera pública, cuya consecuencia es que los procesos de formación de voluntad democrática, de formación de opinión pública, etc., sigan enraizados en personas singulares.

No se me malinterprete: de ninguna forma creo que el Estado le debe pertenecer a un partido, menos aún a una persona. Solo en ese sentido el término descorreización tiene connotaciones de reinstitucionalización democrática. Sin embargo, la democracia es algo mucho más complejo que simples instituciones, que un cabildeo entre partidos políticos, que un conteo de votos que realizamos cada cierta cantidad de tiempo para elegir autoridades que nos van a gobernar.

El filósofo político Jacques Rancière, a quien no considero de ninguna manera uno de mis autores de cabecera, propone una lectura de la idea de democracia que me parece atractiva, aunque no definitiva. La democracia – arguye – es simplemente un momento político en el que lo que él llama ‘la parte sin parte’ toma parte en la política y la vida pública. Para Rancière, en la sociedad hay una ‘división de lo sensible’ que determina lugares y actividades a los individuos: a unos gobernar en base a títulos (apellidos, dinero, etc.), a otros trabajar y ser gobernados, a unos se les da voz pública y a otros se les priva de ella. La democracia, para Ranciere, es la irrupción de ese orden y de las justificaciones establecidas para afirmar los lugares y actividades: cuando los plebeyos, quienes no tienen ninguna justificación en títulos, dineros o apellidos para afirmar su (auto)gobierno, deciden auto-gobernarse. La democracia se reduce, pues, a ese momento en el que un orden viejo es transgredido; y lo no-democrático es todo aquello que afirma que para gobernar se necesita un lugar privilegiado en la sociedad: en las aristocracias, sería la buena familia y los títulos nobiliarios; en las oligarquías, sería el dinero; en las tecnocracias, los sabios serían los llamados a tomar las decisiones colectivas.

El espíritu democrático radical implica así que cualquiera puede gobernar, sin importar su origen, su cuna, sus títulos. Descorreización, lamentablemente, ha sido sinónimo de volver a una política de los notables, de los nobles, de los, debido al lugar que ocupan en la sociedad, ‘nacieron’ para gobernarnos. La descorreización, entendida de la forma más saludable, a saber, como un proceso necesario de decentralizar al tiempo que se despersonaliza (y despartidiza) el Estado, es algo en lo que todos podemos estar de acuerdo. Al fin y al cabo, un proceso de crítica y renovación institucional y política es necesario para rejuvenecer nuestro país y promover soluciones creativas a viejos y nuevos problemas que enfrentamos. No obstante, la nobilización de la política, escondida bajo el falso estandarte de descorreización, es a lo que debemos oponernos.

De ninguna manera estoy afirmando que los ricos no tienen derecho a gobernar. En la democracia, ni la riqueza, ni la sabiduría, ni la nobleza son argumentos para justificar el gobierno de unos sobre otros. El derecho a gobernar pertenece a todos, a los ciudadanos, a los ricos y a los pobres, a los nobles y a los plebeyos. Un momento democrático se caracteriza porque aquellos a los que se les había negado ese derecho lo reclaman y deciden auto-gobernarse. Justificar el derecho a gobernar, o el llamado a gobernar, en argumentos basados en la ‘cuna’, riqueza o profesión es no haber entendido nada acerca de la democracia.

A lo que nos oponemos es a pensar que la validez o legitimidad de un gobierno se halla en el origen o lugar que los gobernantes ocupan en la sociedad. Quienes usan el argumento de la riqueza o la cuna para justificar que unos serían mejores gobernantes que otros deben regresar al pasado, a las monarquías, oligarquías y aristocracias – sistemas en los cuales sus argumentos son válidos y correctos. No confundan sus pasiones o aspiraciones con el espíritu democrático: la justificación del derecho a gobierno no reside en el lugar que uno ocupa en la sociedad porque, en democracia, cualquiera puede gobernar. Quienes nos consideramos herederos del espíritu democrático no creemos que los ricos y los de ‘buena cuna’ no tienen derecho a gobernar: claro que gozan de ese derecho, pero ni su riqueza ni su apellido justifican que sean los llamados a gobernar.

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