La paz en Colombia y su inconsistencia temporal

Héctor Schamis.

Héctor E. Schamís
Buenos Aires, Argentina

La economía política estudia el diseño e implementación de políticas económicas en el contexto de instituciones políticas. Asume, por lo tanto, que si las decisiones de un gobierno en materia económica son erróneas, ello no ocurre tanto por incompetencia como por la presencia de incentivos de naturaleza política: el diseño constitucional, el tipo de régimen, las coaliciones en el poder, el calendario electoral y otros.

Un ejemplo es la literatura sobre el ciclo político-económico. Nos dice que es racional para un gobierno que se acerca a su reelección reducir el desempleo por medio de políticas monetarias y/o fiscales expansivas introducidas antes de la elección, aún al costo de aumentar la inflación después de la contienda. Las necesarias correcciones, con sus efectos recesivos, serán implementadas en la fase post-electoral.

Con similar razonamiento se han examinado otros instrumentos. La estabilización de precios por medio de un tipo de cambio fijo, por ejemplo, genera una reducción de la inflación y un boom de consumo derivado de la expansión del crédito. Ello se recompensa en las urnas, pero también genera apreciación real de la moneda y, posteriormente, un déficit de cuenta corriente que se financia con endeudamiento externo. Dichas distorsiones con frecuencia derivan en una corrida cambiaria y devaluación.

Estos ciclos también pueden ocurrir por medio del gasto público. Lo que alguna literatura llama «la macroeconomía del populismo» consiste en adoptar una política fiscal expansiva para forjar apoyos políticos y postergar el ajuste. En sentido genérico, se puede afirmar que la economía política del populismo se caracteriza por priorizar el consumo de corto plazo a expensas del ahorro y la inversión, produciendo inevitables crisis macroeconómicas en el mediano y largo plazo.

En suma, la manipulación de los instrumentos macroeconómicos en función de objetivos específicamente políticos no son sustentables, generan inconsistencias temporales. La bonanza es efímera, se reproducen ciclos de auge y caída. El necesario ajuste monetario, fiscal o de balanza de pagos posterior, con su concomitante austeridad, ocurrirá después de la reelección o le tocará hacerlo al Gobierno que sigue.

La premisa en todos estos modelos analíticos es que los Gobiernos son egoístas, actores racionales que maximizan poder dentro de horizontes temporales de corto plazo y calendarios electorales fijos, como en el sistema presidencial, aún al precio de un desempeño sub-óptimo de la economía. Los políticos son oportunistas cuyo objetivo principal es quedarse en el gobierno.

La paz en Colombia, tema controversial y en la últimas semanas mucho más, puede pensarse en base a estas intuiciones teóricas. Es oportuno analizarlo en perspectiva inter-temporal, es decir con el foco en la relación entre los temas de largo plazo—la paz—y los de corto—el ciclo electoral. La realidad es que el gobierno de Santos jamás tomó distancia de un descarnado electoralismo de corto plazo mientras negociaba el acuerdo, identificando al voto propio con la paz y al del opositor, con la guerra.

En Colombia, como fue en El Salvador e Irlanda, por ejemplo, los acuerdos de paz con grupos irregulares siempre deben estar basados en consensos amplios y cuasi permanentes. Son equivalentes a actos constitucionales, nunca el producto de una, por definición transitoria y estrecha, mayoría electoral. O ni siquiera eso, como con el plebiscito que el gobierno de Santos perdió y al final también se desaprovechó la oportunidad de ampliar la base de apoyo de dichos acuerdos.

Indudablemente, esto es en parte resultado de con quién se negoció. Es que en el pasado las FARC eran comparables al FMLN y al IRA—grupos insurrectos armados detrás de un objetivo político, la toma el poder en el primero, la independencia en el segundo—pero en el camino dejaron de ser guerrilla para convertirse en un híbrido terrorista-narcotraficante.

Con credibilidad cero, desde luego: los nuevos cargos contra «Santrich» no son por violencia insurreccional, precisamente, sino por un cargamento de diez toneladas de cocaína.

Tómese en cuenta el siguiente dato: mientras se negociaba el acuerdo, la superficie del cultivo de coca crecía. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito informó en septiembre pasado que el cultivo de coca había superado las 170 mil hectáreas en 2017. Ello representa un aumento de 17 por ciento respecto al año anterior. La tendencia en el tiempo habla por sí misma: desde 2013, la superficie ocupada por el cultivo de coca ha crecido 45 por ciento.

Es decir, el plan de paz, cuyas negociaciones se iniciaron en 2012, ha estado caracterizado por una pronunciada expansión del cultivo y tráfico de drogas. Cualesquiera sea la explicación de ese aumento, se trata de una decisión u omisión de política pública con efectos mutuamente excluyentes: si el narcotráfico crece, la paz no es sostenible en el tiempo.

Considérense también los compromisos asumidos en la reforma rural integral, sustitución de cultivos ilícitos, formalización laboral, acceso a tierras y adecuación de predios entre ellos. De acuerdo a varios estudios, el costo fiscal de dicha reforma ascendería a 0.7% anual del PBI durante 15 años, y ello únicamente en los 170 municipios más afectados lo cual sugiere una subestimación del costo. Estos programas no solo representan una pesada carga sino también generan incertidumbre en cuanto al manejo futuro de las cuentas públicas.

Y por supuesto están acompañados de crecientes expectativas en los sectores rurales y demandas en los gobiernos posteriores al que firmó el acuerdo, empezando por el de Iván Duque, con el riesgo de exacerbar la conflictividad social, según se verifica en muchos distritos. La obvia continuidad jurídica del Estado colombiano implica que se trata de una responsabilidad asumida por el fisco por los próximos tres lustros.

¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera? La pregunta le fue formulada a la sociedad colombiana en el plebiscito del 2 de octubre de 2016. Es sesgada, asume que un término se deriva del otro. Terminar un conflicto no necesariamente lleva a una paz estable y duradera. Mantener la paz es resultado de políticas públicas e instituciones que, de manera consistente en el tiempo, penalicen a quienes la amenazan y ofrezcan incentivos a quienes la defienden.

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