Washington, Estados Unidos
La Guerra Fría estaba terminada. Tal como establecen los instrumentos del sistema interamericano, América se había convertido en un continente de democracia y derechos humanos. Con la excepción de Cuba, claro está, cuyo sistema político continuaba basado en un régimen cuasi dinástico y de partido único.
Eran los noventa, años del «Período especial». El fin de los subsidios soviéticos llevó a una década de penurias económicas en la isla. Dio lugar a cambios constitucionales —propiedad privada— y de política económica—sistema bimonetario— destinados a incrementar la competitividad de la agricultura.
Coincidiendo con las transiciones latinoamericana y europea hacia el capitalismo democrático, muchos pensaron que la tercera ola llegaría pronto a La Habana. Cuando grupos disidentes cubanos comenzaron a participar en la Internacional Socialista hacia fines de la década, ese mensaje también se escuchó de parte de figuras de izquierda como Felipe González y Ricardo Lagos, entre otros. El propio Insulza, exministro de Lagos, se manifestó en favor de la democratización de Cuba en su campaña para la OEA.
Los Castro tenían otros planes, sin embargo. Cada vez que insinuaron una apertura económica, fue un mero instrumento para recuperar oxígeno; la apertura política ni siquiera fue simulada. Que algo cambie para que nada cambie, aguantar la crisis descomprimiendo hasta encontrar recursos financieros frescos, salir del aislamiento internacional y recuperar el control político interno.
Esto se logró gracias a un hecho fortuito: el fallido golpe de abril de 2002 en Caracas. Ello acercó a Chávez a Castro, quien no desaprovecharía la oportunidad de entablar una relación de «sumisión», como la llamó Orlando Avendaño.
Venezuela comenzó a comprar relato, política exterior e inteligencia con petróleo. Comprar es una manera de decir, la relación se hizo a todas luces parasitaria. Lo es aún hoy cuando Venezuela en crisis, y produciendo a niveles comparables a la década de 1950, no obstante sigue suministrando a Cuba los barriles diarios de rigor.
Así, en diciembre de 2004 se fundó ALBA por medio de una declaración conjunta de Castro y Chávez (nótese que se firmó en La Habana). La Alianza Bolivariana fue concebida como un acuerdo alternativo al libre comercio promovido por Bush. Fue un gesto meramente simbólico pero significativo. «La tumba del ALCA», había pronosticado Chávez en Mar del Plata.
ALBA tuvo su complemento en Petrocaribe, fundado en junio de 2005, un ambicioso mecanismo de subsidios petroleros. El poder del Estado venezolano en la región se hizo de este modo muy tangible. La petrodiplomacia le permitió a Venezuela ampliar su influencia en la región con el apoyo disciplinado de los beneficiarios de Petrocaribe, Cuba y catorce países más.
La estrategia se expandió. En 2008 se firmó en Brasilia el tratado de Unasur, completado en 2011 al incluir a los 12 países sudamericanos. En 2010 fue creada la CELAC, comenzando a funcionar luego de la cumbre de diciembre de 2011 en Caracas. Se creó con la idea de oponerse a la influencia de Estados Unidos en América Latina y como rival y sustituta de la OEA, con frecuencia retratada como cautiva de Washington.
El Foro de São Paulo, a su vez, fundado por el PT en 1990, se convirtió gradualmente en usina de elaboración y difusión intelectual de Cuba. Veinte años después de creado, la mayoría de los miembros de dicho foro estaban en el poder por medio del voto, Chávez había sido el primero en 1998. Esa fue la sopa de letras de las relaciones internacionales de Cuba y Venezuela.
Gracias al «boom de las commodities» de este siglo los términos del intercambio fueron los más favorables en la historia de América Latina. La bonanza permitió a los bolivarianos destinar gran cantidad de recursos para hacer política: cambiaron instituciones, fortalecieron estructuras clientelares, usaron a Odebrecht y PDVSA para engrasarle las ruedas al proceso electoral y con eso persiguieron la perpetuación en el poder. Como los Castro pero por medio del voto, una alquimia a todas luces superior.
De hecho, la prosperidad de este siglo dañó las instituciones democráticas más que la crisis de la deuda y la hiperinflación del siglo anterior. El problema fue que a partir de 2011 cambió el ciclo y los precios de los exportables comenzaron a caer. La economía se desaceleró y la ausencia de ahorro fiscal durante los años de vacas gordas generaron crisis macroeconómicas durante las vacas flacas. La consecuente austeridad y la creciente vulnerabilidad de las nuevas clases medias generaron inestabilidad.
Ocurre que esas nuevas clases medias ya no se conformaban con ser clientes, súbditos, piezas desechables de la maquinaria de la perpetuación. Exigen derechos, detestan la corrupción, demandan calidad institucional, tienen voz y capacidad de acción colectiva. La fatiga de la sociedad reclamó alternancia, produciendo un cambio del ciclo político.
Macri en Argentina, Piñera en Chile, Bolsonaro en Brasil, Duque en Colombia y un Lenín Moreno enfrentado al autoritarismo de Correa dan cuenta de ello. La zona de influencia castrochavista se redujo a tres o cuatro aliados fieles. Ello aumentó su dependencia en la corrupción, el terrorismo regional y extraregional, los irregulares armados de todo tipo y color, el narcotráfico, la minería ilegal, o bien la fusión de todos los ilícitos anteriores.
El régimen castrista encontró la manera de vivir de los ilícitos pero tercerizándolos y subcontratándolos en el exterior, evitando así que le disputen el control territorial como en los otros países. Que el trabajo sucio no ensucie la isla. En Cuba el partido mantiene el monopolio de la fuerza y un férreo control social, mientras su diplomacia se reúne con Mogherini y Freeland como si fuera un Estado digno y respetable.
Pues por detrás apuesta a la supervivencia del régimen criminal de Maduro, a toda costa y a cualquier precio. Ese es, al mismo tiempo, el cordón de protección de La Habana y la caja registradora que se mide en barriles.
El cambio de ciclo electoral llevó a la centro-derecha al gobierno. Se encontraron con precios internacionales en caída, serias restricciones en la balanza de pagos y una total ausencia de política contracíclica, es decir, sin ahorro fiscal. Ante cualquier programa de ajuste, el descontento que sigue es esperable y hasta justificable. Pues aquí comienza la nueva Guerra Fría en América Latina.
Como lo ilustra hoy Ecuador: recursos materiales y humanos desde el exterior para que dicha protesta se convierta en desestabilización del gobierno constitucional, un intento de golpe y regreso de un desesperado Rafael Correa. Jamás se vio que una protesta social por un programa de austeridad intentara incendiar la Contraloría del Estado, repartición que aloja los expedientes judiciales por los casos de corrupción del gobierno anterior.
Tampoco existen antecedentes de extranjeros involucrados en actividades violentas. Diosdado Cabello, por su parte, aseguró que «estos días ha habido una brisita bolivariana por algunos países, como Ecuador, Perú, Argentina, Colombia, Honduras y Brasil, una brisita». A confesión de parte, relevo de prueba. Todo ello tiene origen intelectual en La Habana.
La Guerra Fría terminó en noviembre de 1988. El verano anterior había estado marcado por masivas movilizaciones en Polonia, Hungría y Alemania Oriental, incluyendo deserciones a Austria y Berlín Occidental. Cuando Gorbachov se rehusó a enviar tanques para reprimir la protesta, como había sucedido en Budapest en 1956 y en Praga en 1968, los berlineses convergieron masivamente sobre el muro y lo derribaron por su cuenta.
El infortunio de América Latina es que ni Castro ni ningún jerarca bolivariano es Gorbachov. Sería trágico que lo ocurrido en Ecuador constituyera el primer experimento político de una mezquina izquierda latinoamericana, obediente del Partido Comunista cubano y ansiosa por regresar al poder. Una izquierda dispuesta a causar otra Guerra Fría.