Democracia y orden público

Héctor E. Schamis

Washington, Estados Unidos

Es un país en el que se prohibieron los piquetes. Ello para evitar el bloqueo de calles y caminos causado por las protestas. El presidente firmó un decreto que impide estas acciones a efectos de “garantizar el derecho a la libre circulación”, pues los cierres de caminos “alteran el orden y la tranquilidad públicas, perjudicando el transporte de personas y mercaderías”.

Rápidamente se levantaron voces en contra desde el sector sindical, que repudió el intento de “criminalizar la protesta y coartar la libertad de los trabajadores de manifestarse libremente en defensa de sus derechos”. Diversos sectores de la sociedad civil, por su parte, rechazaron que se limite el derecho a la protesta de cualquier colectivo que denuncie una injusticia.

En otro país, el Parlamento aprobó una ley prohibiendo participar en manifestaciones a quienes representen una amenaza grave para el orden público, siendo inscriptos en un “registro de personas buscadas por las fuerzas del orden”. Además, dicha ley prohibió tomar parte de protestas callejeras a personas encapuchadas, contemplando penas de hasta un año de prisión para quienes oculten voluntariamente su rostro.

En este segundo país también se escucharon voces de rechazo. Diputados de izquierda y organizaciones de derechos humanos dijeron que las medidas representaban una “amenaza autoritaria a las libertades civiles”. Algunos llegaron a descalificar la ley asociándola con experiencias fascistas del pasado, episodios traumáticos en la historia de dicho país.

Una interpretación de estos hechos permitiría inferir que se trata de gobiernos de derecha, tal vez sean regímenes autoritarios. De ahí que sindicatos, organizaciones de derechos humanos y la izquierda emitieran fuertes criticas, reivindicando su derecho a protestar en la vía pública. En esos términos ha transcurrido también una buena parte de la discusión sobre las revueltas de 2019 en América Latina.

Sin embargo, dicha lectura estilizada sería superficial, pues ocurre que los casos no son tales. El primero es el Uruguay del Frente Amplio, se trata del decreto presidencial de Tabaré Vázquez de marzo de 2017. El segundo es en la Francia de Emmanuel Macron, la legislación adoptada en marzo de 2019. La izquierda francesa llegó a usar Vichy como metáfora, pero le insumiría una gran acrobacia retórica equiparar a Macron con Pétain.

Esto enfatiza la necesidad de conversar sobre la relación entre el Estado, el régimen y el orden público. Todos los Estados tienen por objetivo la creación y reproducción de un orden político. La diferencia entre ellos radica en los grados de efectividad con que se logra y en los mecanismos e instrumentos que se usan para tal efecto, y que eventualmente incluye el uso de la fuerza para el mantenimiento del orden público.

En consecuencia, los instrumentos utilizados pueden ser con arreglo al orden constitucional y el Estado de Derecho, o bien de facto e ilegales. Esta es una crucial diferencia entre democracia y autocracia, pero no es que la democracia pueda prescindir del mantenimiento del orden público.

Muy por el contrario. En realidad la democracia necesita más orden público institucionalizado que la autocracia, pues esta última posee mayores grados de libertad para usar la violencia del Estado. Ello deviene del hecho que la democracia se recrea cotidianamente en base a la legalidad y legitimidad de los actos de gobierno. La dictadura no se basa en ello.

De ser necesario, la democracia no obstante también despliega los medios de la coerción, como los casos de Uruguay y Francia ilustran. La decisión de usarlos, entonces, no radica en ideología sino que depende de la obligación de proteger la legalidad vigente y el orden público, precisamente, todos ellos requisitos para la salud y estabilidad de las instituciones democráticas.

Un tema relacionado es el de los derechos humanos. Es posible que en el uso de la fuerza se vulneren derechos de los manifestantes, aún en democracia. Ello es materia de investigación empírica, nunca debe asumirse a priori. Hacerlo revela un sesgo ideológico, justamente.

Téngase en cuenta el siguiente ejemplo. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue invitada por el gobierno de transición de Bolivia y ha visitado Chile bajo Piñera y Colombia bajo Duque regularmente. Jamás ha visitado Bolivia durante los 14 años de gobierno de Evo Morales. Tómese nota de ello.

Pues no es casual. Un orden político democrático descansa sobre una arquitectura constitucional cuya propiedad distintiva es que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos mediante la separación y el equilibrio de poderes. Por ello es que la democracia es el único régimen político que consagra la vigencia de los derechos humanos.

En otras palabras, en democracia puede haber instancias de violación de derechos humanos, pero no son inherentes al régimen. En autocracia, dichas violaciones son constitutivas del orden político. Es decir, lo definen, pues no existen normas jurídicas efectivas destinadas a limitar el uso del poder del Estado. Abordar la problemática de Derechos Humanos omitiendo esta fundamental diferencia constituye una miopía intelectual.

Que a menudo deriva en irresponsabilidad política. Haga el lector el siguiente ejercicio, obviando la lente ideológica y usando la lente normativa. Recuerde dónde y en qué ocasiones, durante las revueltas de 2019, se ha visto a las fuerzas del orden sobrepasadas por la protesta social, incapaces de contener la violencia y el vandalismo en las calles.

Ahora recuerde dónde jamás el aparato represivo es desbordado por la protesta. Le ayudo, estimado lector: en Cuba, Venezuela y Nicaragua, y ello no es por ausencia de descontento social.

Es muy simple: de un lado está la democracia; del otro, dictaduras criminales. De un lado están las instituciones que protegen los derechos humanos; del otro, sus violadores. No podemos perder de vista esta simple línea divisoria.

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