Masatepe, Nicaragua
Cuando entré a estudiar en la Universidad en León en 1959, el rector era desde hacía apenas dos años el doctor Mariano Fiallos Gil, quien había luchado por conquistar la autonomía universitaria hasta conseguirla. Sus discípulos formamos lo que se llamó “la generación de la autonomía”.
No creía en las verdades absolutas, predicaba la duda como símbolo de la libertad de pensamiento, y se sentaba en las bancas de los corredores de la universidad a conversar con los estudiantes. A interrogarnos. Fue mi maestro en todos los sentidos, y me animó a seguir por el camino de la escritura.
Creó el lema “a la libertad por la universidad”, y nos hablaba de un humanismo beligerante, la universidad fuera del claustro; y nosotros salíamos a la calle a enfrentarnos con la realidad, el país se hallaba bajo la férula de una dictadura familiar que, curiosamente, bajo el gobierno de Luis Somoza Debayle, había concedido autonomía a la universidad.
El doctor Fiallos solía repetirnos la máxima de Publio Terencio Africano: “soy un hombre, nada humano me es ajeno». Y nada de lo humano es ajeno a la universidad obligada a formar profesionales modernos en el conocimiento, críticos frente a las verdades establecidas, renovadores del pensamiento, lectores incansables, curiosos sin medida, y sensibles ante su entorno desmesura. Dueños, en fin, de una voluntad transformadora.
Si a la universidad se le arrebatan esas cualidades, y se burla su autonomía, nada queda de ella. Es lo que proclamaba el Manifiesto de la Federación Universitaria de Córdoba, del 21 de junio de 1918: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos”.
El doctor Fiallos Gil convirtió a la universidad en una fortaleza ética, y su voz era escuchada cuando le tocaba pronunciarse y juzgar, señalar los males y los déficits sociales, criticar a la dictadura, y denunciar los abusos de poder. La universidad se hallaba en el vórtice de los acontecimientos. Era respetada.
Hoy, cuando en las encuestas de opinión se pregunta sobre las instituciones de mayor prestigio, las que ejercen influencia sobre los ciudadanos, se olvidan de preguntar por las universidades públicas. Ya no son fortalezas éticas, sino apéndices del poder. Sometidas, han renunciado a su papel transformador. No son ya más la conciencia de la nación.
Hay nuevas formas de populismo y de caudillismo, envueltos en una retórica altisonante, como si fuera el remake de viejas películas ya vistas, y las universidades no se libran de esa férula ideológica. La autoridad académica se subordina a la de los comisarios políticos. Son universidades intervenidas.
Los profesores que no responden a las líneas políticas oficiales son despedidos, y decenas de estudiantes han sido expulsados, o se hallan en la cárcel acusados de actos de terrorismo. La lealtad política sustituye al rendimiento académico, y por tanto la calidad de la enseñanza se empobrece.
La democracia es una herramienta ineludible, e insustituible, sin la que no son posibles ni la paz social, ni la institucionalidad, ni la transformación social, ni el progreso económico. ¿Tienen que ver las universidades con la defensa de la democracia? En absoluto, cuando debían estar a la cabeza, y ser un laboratorio permanente de elaboración democrática.
La democracia debía ser defendida desde las universidades, con las herramientas del pensamiento elaborado de manera crítica en los recintos académicos. En el ejercicio pleno de su autonomía, y en libre debate de las ideas que esta conlleva, las universidades deben ser ellas mismas escuelas de democracia.
El pensamiento fundador de Mariano Fiallos Gil ha sido desterrado de la universidad.