
Guayaquil, Ecuador
La justificación que ha dado la máxima autoridad del Consejo Nacional Electoral para haber contratado a una persona cuestionada por sus antecedentes es que él, como toda persona, “es inocente hasta que se pruebe lo contrario” y, además, porque tenía el derecho constitucional a trabajar. Es una justificación increíble, ciertamente. Pero lo más asombroso es que ese argumento se haya popularizado en el país.
Con ese estribillo parece que el único requisito que se les exige a los actores políticos, funcionarios o empresarios es que no hayan sido sentenciados penalmente. Es irrelevante si hayan tenido o tengan tres o veinte causas penales abiertas; o si habiendo cometido graves infracciones estén libres solo porque las causas prescribieron; o si habiendo estado involucrados en actos de corrupción anden tranquilos porque la justicia –que depende de la “verdad procesal”– no ha podido aún acusarlos. Si es así, no importa.
No importa si esta gente vive en mansiones y no hayan trabajado de sol a sol toda su vida; o no paguen impuestos en forma proporcional a su fortuna; o tengan abandonados a sus hijos. Nada de eso interesa. Tampoco interesa si de la noche a la mañana compran haciendas, apartamentos en Miami y autos del año; si pasan de la estrechez a la abundancia gracias a sus relaciones políticas; o si han tenido decenas de denuncias de estafa. Y no importa porque como toda “persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario”, entonces no ha pasado nada. Que sean nomás candidatos y que reciban financiamiento público; que sean nomás jueces, asambleístas o burócratas y que reciban sus sueldos con nuestros impuestos; o simplemente que se pavoneen por los clubes sociales como gran cosa.
Allí está el caso del jefe de todos los jefes de la mafia, el capo di tuti capi. Sobre él pesa no solamente un juicio por secuestro que si no ha prosperado es porque está fuera del país, sino que, además, tiene varias indagaciones penales en curso. Ha sido acusado por la Fiscalía, luego de varios meses de investigaciones, de ser la cabeza de una organización delincuencial; ha sido glosado por la Contraloría General; aparte de haber presidido el régimen más corrupto de nuestra historia, de ser el responsable de nuestra debacle económica y de habernos convertido en peones del narcotráfico. Pero –y aquí viene el gran pero– como “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario” entonces que siga tranquilamente conspirando contra nuestra institucionalidad, dando clases de economía y lecciones de moral. Y quién sabe si hasta le permitan candidatizarse a algún cargo.
Ese es el estándar de nuestra vida pública. No haber sido sentenciado penalmente, según el respectivo récord policial. El resto, la probidad, la ética, la integridad –virtudes más difíciles de adquirir que el simple cumplimiento de unos requisitos legales–, eso no cuenta. Hasta ese punto han degradado a la función pública estos señores, hasta convertirla en un basurero. Y luego se preguntan por qué no salimos de nuestro subdesarrollo económico. (O)