Por una historia sin drama

Antonio Villarruel

Quito, Ecuador

A inicios de 2016 me mudé a Manabí para trabajar en uno de los proyectos de reconstrucción de la provincia después de que fuera casi aniquilada por un terremoto bíblico. No percibía excesivo contraste entre lo que quedaba de Portoviejo y lo que pasaba la tele sobre la guerra civil en Siria. Era difícil distinguir la bahía, o el casco central, de las grabaciones de Aleppo que me llegaban a la habitación de un hotel cerca de la terminal terrestre.

Pasaron los meses y se inauguraron las olimpiadas. Recuerdo que por la noche veía los trampolines de los clavadistas en la televisión. Recuerdo que iba frecuentemente a la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí a capacitar a los alumnos de licenciatura para que levanten datos. Recuerdo que ya no me dolían las planicies de polvo, las montañitas de escombros, los crespones negros. A lo mejor había desarrollado inmunidad de rebaño al paisaje de absoluta desolación por el que me movía todos los días. Pero cuando llegaba de tarde a mi cuarto minúsculo, una sola imagen incrustada en la cabeza me hacía llorar por horas: los tres nuevos edificios de esa universidad pública, los más nuevos, los que habían sido entregados hacía uno o dos años, todos agrietados, inservibles, oblicuos, a punto de caerse al piso.

La única dignidad posible es la del pobre y esos edificios la tenían. Eran antipáticas y simplonas cajas de fósforo, de colores chillones, de escaleras apenas enlucidas, salpicadas de pepitas de mármol. Para paliar la brutalidad del gris y la ausencia de arquitectura, los estudiantes de economía, administración e ingeniería en sistemas habían adornado las paredes y organizado conversatorios, convivios y fiestecillas clandestinas. Las señoras pasaban la escoba y el trapeador todos los días. Los viernes y sábado algunos se quedaban tomando cerveza.

Nada de eso existía cuando yo llegué. La Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí, de nombre tan largo, tan largo como los valores liberales con que fue fundada, había perdido sus tres horribles edificios, que la engalanaban, la hacían verse imponente y la perfilaban como un campus de discusión y estudio y vida universitaria pública.

Cuánto le habrá costado al Estado los tres edificios, pensaba. Y un chino hacía plop en el agua. Cuál sería el costo de oportunidad de las decenas de aulas. Y un brasileño lograba 9.83 en salto inverso. Qué dejó de hacerse, quién pagó con sus impuestos para que los chicos de primero puedan aprender a programar en Java.

Los viernes me juntaba con amigos de la oficina en un pico de kiosco de no más de veinte metros que el terremoto había dejado en la punta de Bahía de Caráquez. Pedíamos cebiche y nos tomábamos fotos con el teléfono y oíamos reguetón. 

Hace pocos días dos personas me contaron que Quito parece una ciudad-hueco. Me dijeron, casi con palabras textuales, que se veía como una expoblación donde aparecen de modo permanente solo los venezolanos y los muertos de hambre de los barrios más miserables. En ese estado de terror horizontal, a Quito le arrebataron lo que la gente del Ecuador consiguió en octubre, poniendo el cuerpo a la bala.

Como ese amigo que se fue a Francia en los ochenta y escribió tres excelentes novelas, ambientadas matemáticamente en esa década de mi ciudad, las imágenes de octubre son mi punto de fijación de Quito. No estuve allí pero me atranqué de crónicas, noticieros y actualizaciones de movimientos sociales o de amigos que habían salido a las marchas o a echar una mano a la gente que venía de provincia. Cuando estamos fuera del Ecuador, nosotros, los que venimos de países chiquitos, preparamos un maletín de gestos forzados para que se reconozca nuestra singularidad. Nuestra excepcionalidad. Nuestra olvidada valía. Nuestro minúsculo relato heroico en la Historia universal. Como no identifican la procedencia de nuestros rasgos, nuestro acento, nuestro léxico, nuestros modos de nombrar los alimentos, como nos dicen que el Ecuador queda en Centroamérica o nos preguntan si en el Cono Sur hace frío, nosotros marcamos exageradamente nuestra habla, nos ponemos nostálgicos con la música mediocre de nuestra adolescencia, describimos miles de veces los paisajes inverosímiles con que crecimos, hacemos corrillo cuando somos mayoría o enardecemos los derechos conseguidos por nuestros movimientos sociales. Muchos nos resistimos a cal y canto a absorber palabras o entonaciones distintas de las que crecimos.

Y ahora, ¿cuál es la memoria que me queda? ¿La lengua que se hablaba en Ecuador en el 2016? ¿El orgullo de la victoria pírrica de 2019? ¿Todos los años en que mi abuela aún me reconocía y me hacía de comer? ¿Las contadas victorias de mi equipo de fútbol de segunda categoría? ¿Los largos paseos que mi papá hacía con su bici negra por las calles de nuestro barrio?

Siempre había pensado que volver era un enigma, no un imposible. Siempre había pensado en esa comida ideal, donde convergen los amigos y otras señales propias –el maíz al que decimos choclo, por ejemplo-. Que la riqueza de la doble vida, la de la distancia y la que se vive con la cabeza imaginando tu ciudad y la gente que habla como tú mismo hablas. Que la playa que tanto odiaba, donde se iban a dejar seducir los señoritos de Playa Almendro, y a la que hoy volvería feliz. Ahora mucho de eso ya se esfumó o se reacomodó o clausuró su ambivalencia. Lo único que aprendí de los progres contemporáneos es el gesto de la frente erguida, ese rechazo al eterno lamento de la izquierda romántica. Dejad de lloriquear, les decía a los melancólicos. Pero hoy no puedo y ustedes sabrán disculpar tanta impudicia. 

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