Masatepe, Nicaragua
Un amigo que seguramente nunca ha leído a Kafka llamó el otro día por teléfono al inspector Dolores Morales, que, ya retirado, tiene en Managua su oficina de detective privado, y que tampoco ha leído a Kafka, y le comentó que cada día ocurre en Nicaragua una situación kafkiana: muchachos que ya estuvieron en la cárcel como reos políticos son vueltos a capturar, para ser condenados mediante sentencias que ya están escritas en machotes de solo rellenar el nombre del procesado.
Entonces el inspector Morales recordó que otro amigo, que ese sí ha leído a Orwell, le había dicho en un chat que vivimos en un país orwelliano donde la mentira oficial busca crear una realidad paralela que llegue a volverse dominante. Este otro amigo es profesor de literatura en la Universidad Nacional, y oculta su nombre bajo seudónimo porque teme el despido fulminante de su cátedra.
El inspector Morales desconoce a Orwell, pero está familiarizado con el caso que origina el comentario de su amigo. Hace poco, un encapuchado entró en la catedral de Managua decidido a prender fuego a la imagen centenaria de la Sangre de Cristo, la más venerada del país, la cual resultó seriamente dañada. Sacerdotes, templos, imágenes se hallan hoy día bajo ataque.
La vocera oficial del régimen, primera dama y vicepresidenta, se adelantó a declarar que se trataba de un accidente provocado por una vela que había prendido fuego a un cortinaje.
El cardenal Brenes, arzobispo de Managua, aclaró que en la capilla donde se venera al cristo no hay cortinajes y está prohibido encender velas, y que se trataba de un acto premeditado de profanación ejecutado por un terrorista que tenía prevista la ruta de escape.
En respuesta, la policía se llevó presos a los testigos, sacándolos a la fuerza de la propia catedral, quienes terminaron declarando que no habían visto entrar a ningún encapuchado.
Un rociador de alcohol de 200 mililitros, de los que se usan para desinfectar las manos, fue hallado en el lugar por la policía, que determinó que el incendio se había producido por el fenómeno químico llamado “solvatación”; los vapores del alcohol entraron en contacto con el aire caliente y avivaron la combustión de una veladora.
La veladora no podía faltar porque estaba en la esencia de la explicación oficiosa inicial. Por lo tanto, donde no hay veladoras, aparece la veladora. Si no hay cortinaje, el cortinaje debe materializarse de la nada. Y el terrorista encapuchado deja de existir.
El inspector Morales se rasca la cabeza, y vuelve al comunicado de la policía: la solvatación fue provocada por el atomizador de alcohol isopropílico. Pero el artefacto, que cabe en la palma de la mano, aparece intacto en la escena del crimen, a pesar de su poder destructor.
Nadie lo ha llamado a investigar, pero el caso lo apasiona. Recurre entonces a otro amigo suyo, químico de profesión, quien también oculta su nombre porque trabaja en una institución del Estado. Otro que iría al desempleo.
“El alcohol isopropílico –le explica– alcanza su punto de inflamación a partir de los 12 grados Celsius; para que sea capaz de producir semejante conflagración, se necesitaría al menos un barril”.
El inspector Morales inscribe los datos en su acostumbrado cuaderno de notas, aunque sea solo para su propio descargo, y luego agrega sus conclusiones acerca del caso:
“El poder en Nicaragua no es capaz de detener la mano criminal de ninguno de los suyos. No tiene partidarios, sino cómplices a los que no se puede castigar, así incendien, así maten. La impunidad es el precio de la complicidad. Solo les queda protegerse unos a otros, los de arriba a los de abajo y viceversa, así se hundan todos juntos”.
Más noche me llama, porque me cuento también entre sus amigos. ¿Le podría prestar un libro de Kafka? ¿Por cuál empieza? Le recomiendo La metamorfosis. Me pide explicarle de qué se trata. Me escucha atento. “Un día todos vamos a amanecer en este país convertidos en cucarachas”, me dice, y se ríe con esa risa suya que yo le conozco.