La mora del Estado

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Resulta enternecedor escuchar cómo van aumentando las aguerridas voces de protesta a cargo de los distintos sectores y gremios por la falta de entrega de recursos por parte del Estado. Y apena constatar que forman parte de la gran mayoría de incrédulos o ignorantes que aún no comprenden la magnitud del problema en que estamos inmersos como País.

Acostumbrados al dinero fácil,a la asignación presupuestaria y la prodigalidad del funcionario estatal frente a cualquier demanda, se les hace cuesta arriba entender algo absolutamente elemental: que el dinero ya no se imprime según el capricho del momento, sino que hay que tenerlo y ganarlo como requisito previo para gastarlo.

Que el Estado no puede entregar recursos que no tiene porque se los gastaron los anteriores gobiernos en una espiral desenfrenada de corrupción e imprevisión. Que sus únicas alternativas son recibir más créditos o reducirse drásticamente, o una combinación de ambas. Y que por el otro lado, como los sindicatos nunca entendieron el rol del esfuerzo empresarial en el proceso productivo, sus dirigentes ven al empresario como una fuente inagotable de recursos y al Estado como obligatorio defensor de sus derechos adquiridos, al que por lo tanto hay que exigir y exprimir sin contemplaciones, para que sus exigencias monetarias, por lo demás irreales y desmedidas, sean satisfechas.

Décadas de discurso marxista, de odio al emprendedor y de paternalismo estatal finalmente lograron lo que parecía imposible: la mora sistemática del Estado. Y entonces, como los perros hambrientos, los afectados se lanzan sobre los despojos de la presa para asegurarse su bocado, sin miramiento alguno para el resto.

Los municipios reclaman su tajada. Las prefecturas también. Los sindicatos amenazan con demandar al empleador, al Estado y a quien sea necesario para que reintegren a sus protegidos al empleo seguro y normado. Los trabajadores de la salud reclaman sus salarios e indemnizaciones para los caídos ante la pandemia, los proveedores estatales exigen sus pagos para salvarse de una quiebra inminente, y nadie piensa, a no ser para efectos estadísticos, en la gran masa de desempleados y subempleados que ha provocado y revelado esta crisis.

Porque el problema no es de hoy. El subempleo es un problema que se arrastra desde hace años. Y es la consecuencia directa de un amasijo de leyes anacrónicas e inequitativas que frena al empresario emprendedor y convierte al trabajador en una carga pesada y difícil de manejar.

Todos regresan a ver a papá Estado, y no entienden que ya se acabó la bonanza. Con una deuda de 65 mil millones sobre los hombros, los analistas más serios que tiene el País han entendido lo necesario de priorizar la re financiación de la deuda como primer paso para un reordenamiento de las finanzas públicas.

Los cantos de sirena salen de grupos interesados cuyos fines responden a cualquier interés menos al nacional. Y por supuesto que eso no resuelve el problema. Lo sabemos. Y por supuesto que hay que llegar a un acuerdo con el FMI. No es un misterio. Y por supuesto que las medidas que se tomen no van a dar un resultado inmediato. Porque el desastre de décadas no se corrige en tres meses.

Si no somos generosos con el gobierno, cuyas fallas por lo demás son innegables, seamos al menos solidarios con el País y entendamos que los fondos se agotaron, que dependemos de préstamos externos y reducciones en el gasto estatal para seguir funcionando, que el presupuesto se ha reducido radicalmente y que la exigencia irracional únicamente logrará dilatar el objetivo final, que es la reactivación.

De esta terrible crisis, si algo ha quedado claro es la dependencia de muchos organismos de los fondos estatales, de su muy reducida capacidad de autogestión, y que su capacidad histriónica es muy superior a su capacidad administrativa. Si algo tenemos que cambiar, es un modelo estatista agobiado por sus promesas incumplidas por un sistema ágil y de libre empresa, probado mundialmente con éxito y que solo un discurso interesado y poco patriota ha impedido que surja a plenitud.

Si algo tiene que terminarse, es el cabildeo interminable para no tomar decisiones obvias y urgentes, que se han dilatado por cobardía y demagogia. Y si algo hay que enterrar, es al Estado corrupto que el mundo ha identificado ya como socialismo del siglo XXI, y que ha servido de pretexto para destruir a países con economías sólidas para beneficio de dirigentes ladinos.

Si la sociedad civil no comprende que de esta situación no vamos a salir sin sacrificios, sin renunciamientos y sin objetivos claros, el proceso va a ser doblemente largo y penoso, porque a la presión externa se sumará la desidia interna, manipulada por líderes de pacotilla, ladrones insatisfechos y ideólogos marxistas sin escrúpulos ni conciencia de Patria.

Empecemos por exigir unas elecciones limpias, libres de sospechas fundadas en la parcialidad del CNE y sus ejecutorias, que se han constatado en varias elecciones de países en manos del totalitarismo en base a torcer la voluntad popular.

A Correa lo sepultará el Ecuador en las urnas, pero es indispensable tener un organismo confiable para que se respete la voluntad popular. Solo allí podremos reconstruir y redimensionar a un estado retrógrado, obeso e inútil, como se ha demostrado en esta crisis múltiple y mundial.

Esa es nuestra tarea, y empieza con una conciencia clara del cambio que queremos y de las herramientas a nuestra disposición para lograrlo. Estamos obligados a enderezar el rumbo.

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