La muerte de un desconocido: crónica del Centro Histórico de Quito

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

A eso de las ocho y media, mientras tomábamos el café de la noche, oímos un alboroto en la calle. ¿Los vecinos rumberos otra vez de fiesta?
Salimos al balcón a ver qué pasaba. “Por ahí se fueron”, les decían nuestros vecinos a unos policías en moto, “por el semáforo de arriba”. Una cuadra más allá de donde estábamos, justo en la esquina de la Olmedo y Benalcázar, se veía a un hombre tendido bocarriba en la acera, quieto. Le habían cubierto hasta el cuello con una bata celeste descartable, de esas que usa el personal médico. Cinco policías rodeaban el cuerpo. Dos patrulleros aguardaban en la calle. Unos metros más adelante, se veía una ambulancia y el carro de medicina legal. Un coche fúnebre pasaba y repasaba, lentamente, circundando el lugar de los hechos.
Los paramédicos, alejados un poco del cuerpo, esperaban arrimados a la ambulancia sin hacer nada. Nada tenían que hacer ya. “No”, aventuramos, “no es un muerto por Covid”.

Más tarde, llegaron los investigadores. Tomaron medidas, fotografiaron al muerto y ayudados de una linterna se pusieron a inspeccionar a lo largo de la acera. No parecía que hubieran encontrado pista alguna sobre lo sucedido. Una hora después, el cuerpo seguía en su sitio: estirado y rígido.
La curiosidad, nuestra curiosidad se imponía a cualquier otro sentimiento. El muerto se había convertido en un acertijo. A la metafísica que, se supone, es obligatoria en estos casos, se imponía la lógica: el razonamiento sobre las causas y los efectos. También nos interesaba la identidad del muerto: ¿qué edad tenía?, ¿a qué se dedicaba?, ¿tenía familia? Tal vez, especulábamos, andaba sin ninguna identificación, pues, pese al tiempo transcurrido, no había aparecido nadie que no fuera miembro de las corporaciones oficiales de la muerte.

Días después supimos, por el periódico, que era un indigente: había sido asesinado. Asesinado a las ocho de la noche en una calle vacía a causa del toque de queda, donde el silencio público, alterado apenas por los ruidos domésticos que traspasan los muros de las casas, puede, si a alguien le da por contemplar la luna o las luces parpadeantes del alumbrado citadino, alcanzar el rango de silencio cósmico.

¿Qué había logrado la muerte con nosotros? Nada más que una atención tan prolongada como la que se presta a una telenovela.

El frío nos disuadió de permanecer afuera y volvimos dentro del departamento, a la espera de que los noticieros del siguiente día aclararan nuestras dudas. Lavé las tazas y las cucharas del café, para en la mañana no perder tiempo en la preparación del desayuno. Nos fuimos a dormir con la seguridad de que la muerte no es un apocalipsis. T.S. Eliot escribió, al final de su poema “Los hombres huecos”, “Así se acaba el mundo/ así se acaba el mundo, así se acaba el mundo/no con un estallido, sino con un gemido”.

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