Etnografía urbana

Fernado López Milán

Quito, Ecuador

En la Plaza de San Marcos, unas veinticinco palomas, machos y hembras, picotean arroz frente a un banco de piedra. Los machos son grandes y lascivos. Comen un poco y luego se dedican a perseguir a las hembras, siempre esquivas.

Hasta donde puedo ver, el galanteo, con ese ruido que produce el macho, como si estuviera haciendo gárgaras, nunca se consuma. Un macho, arrastrando las plumas de la cola, persigue a una hembra que le huye. Se ven amenazantes los machos: estiran el cuello, levantan la cabeza y sacan pecho. Ahí va uno. Se pone delante de la hembra para cerrarle el paso. Ella lo elude y, ya cansada del acoso, vuela.

De las seis bancas que hay en la plaza, cinco están protegidas por árboles. La sombra es su fruto. Las palomas, ahora, han colonizado la pila de piedra sin agua, que se encuentra en el centro de todo. Luego, el acoso se reanuda. Los machos, francamente, son insoportables. Ruidosos e intensos para nada, no dejan de perseguir a las hembras. Estas se fastidian. Pero, en lugar de pararse y hacerles frente, corren ligerito y escapan al vuelo.

En la punta de mi zapato izquierdo, unas hojitas verdes y húmedas dan testimonio de las costumbres alimenticias de las palomas: no solo comen arroz. La mancha verde de mi zapato es lo que un filósofo llamaría “irrupción de lo imprevisto”: un terremoto, una caquita de pájaro en el hombro o la felicidad, nada menos.

Un macho intenta rascarse con una de sus patas. Una paloma se acerca a otra – hembras las dos- y le da unos picotazos rapidísimos, que semejan besos. Por un segundo, sus picos se quedan enganchados. Es la una y media del sábado doce de septiembre. Y en la plaza estamos solo mi mujer y yo. Hay tanto silencio en San Marcos, que parece que nadie viviera en sus casas.

“¿Comemos en la Picantería Laurita?”. “Mmm. Mejor, no”. Regresamos a nuestro territorio en busca de comida y un poco de ruido. Las cosas, realmente, han cambiado durante la pandemia. En el local donde antes funcionaba el Cine Hollywood, uno de los más tradicionales cines pornográficos de Quito -tradiciones son tradiciones-, ahora funciona la Iglesia Universal. Han cambiado las butacas, y en el lugar donde estaba la pantalla han instalado el altar y un púlpito para el pastor.

El lenguaje intenso, mínimo, primitivo del sexo ha sido sustituido por el discurso religioso. Y el orgulloso seguidor de Cristo ha reemplazado al vergonzante devoto del porno, cuyo territorio ha conquistado, colonizado y evangelizado. Donde antes solo había individuos aislados, concentrados en sus intransferibles goces, hay, ahora, una comunidad indistinta.

El Almacén Bolmar, donde quienes habían escrito un libro podían dejarlo con la hermana de don Édgar Freire, el librero, para que lo comentara en la prensa, está en liquidación.

Lo que no cambia desde hace algún tiempo son las vallas metálicas y concertinas, colocadas en la Plaza Grande y la Plaza Chica para proteger el Palacio de Gobierno, ¿de qué?

En nuestro barrio también hay palomas. Y también hay gente que les deja arroz o migas de pan para que engorden. Los árboles de la plaza de San Marcos dan sombra. Una sombra que acentúa el silencio. Las palomas, no sé por qué, me producen terror.

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