Se me pierden las cosas

María Cristina Bayas

Quito, Ecuador

La idea de liberarme de mí misma empezó a coquetear conmigo cuando una vez buscaba un libro que, según yo, había dejado en el primer cajón de mi velador. Pero estaba sobre el microondas, a pesar de que yo recordaba – no imaginaba, recordaba – toda la escena en la que yo me incorporaba sobre la cama, tomaba el libro, abría el cajón y dejaba el libro adentro. ¿Qué significa que el libro estuviera sobre el microondas? ¿Que mis sentidos me engañan a lo Descartes con su hipótesis del genio maligno que nos desorienta a través de nuestras percepciones? Yo había tocado el libro y lo había puesto en el cajón; yo había visto toda la escena, pero el libro no estaba ahí.

Entonces empecé a pensar que si podía acordarme de cosas que nunca sucedieron, tal vez mis ideas podrían, algunas veces, no ser del todo correctas.

Le pasó una vez a mi mamá cuando me acusó de perder todo lo que ella me regalaba. Se trataba de un maletín negro de cuero, de esos que imitan la piel de un cocodrilo. Esta vez yo estaba en lo cierto: sabía que el maletín nunca había sido mío. Después de un día entero de buscar en mi clóset el supuesto obsequio, se me ocurrió preguntarle a mi hermana si tenía el maletín. Y sí, en efecto, el regalo se lo había hecho a ella.

Unos días después del incidente le dije a mi mamá a modo de reclamo que ella estaba convencida de que lo que piensa siempre es lo acertado, y me contestó: ¨Claro, o sino pensaría otra cosa¨. Y así, ella, queriendo hacer un chiste irónico, logró ser más filósofa que Descartes, porque hizo evidente el hecho de que todos pensamos que tenemos siempre la razón pero el problema es que solo algunos pueden tenerla, dependiendo de la situación. Esto quiere decir que el mundo está lleno de potenciales desorientados que no saben que lo están porque confían demasiado en su criterio.

En el mundo hay 7.7 billones de personas y podríamos dudar posiblemente de todas pero jamás se nos ocurre dudar de una: nosotros mismos. En realidad en el mundo hay 7.7 billones de personas llenas de certezas. Los que vociferan sus verdades absolutas en el mundo real y en redes sociales, ¿no dudan? ¿no se confunden? ¿no se les pierden las cosas? ¿no se equivocan? ¿no desconocen algo?

Dudar de uno mismo es la función básica de la libertad. Porque, por más que ponernos en duda a nosotros mismos nos haga colocarnos ante el abismo de quedarnos sin piso, nuestro criterio, objetivamente, podría estar viciado en ocasiones.

Me ha tomado demasiado tiempo descubrir que la libertad, más que cualquier cosa, significa tener independencia de uno mismo. Porque tenemos la mala costumbre de creernos todos nuestros pensamientos y de imaginar que todas nuestras certezas son verdades. Después, cuando se construye esa inmensa edificación de vanidades, es prácticamente imposible regresar a la sensatez y considerar siquiera que podemos estar equivocados.

No descarto la opción de que ahora mismo pueda estarlo.

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