Una universidad paternalista

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

La universidad ecuatoriana es fruto de una sociedad paternalista. Es decir, de una sociedad en la que el principio de excepcionalidad se impone al principio de legalidad. Donde la excepcionalidad domina, se generan relaciones sociales, políticas e institucionales mediadas por la excusa y la salvedad, y por el sometimiento de quienes renuncian a su responsabilidad a los que tienen la capacidad de decidir más allá de las normas establecidas.

En la universidad ecuatoriana, ciertas corrientes de pensamiento articuladas en torno a la idea de justicia (marxismo, feminismo, teorías de las identidades) se han integrado con facilidad a la matriz paternalista y han pretendido que la universidad resuelva problemas ajenos a la cuestión educativa, como la desigualdad económica o de género, a través, por ejemplo, de la instauración del libre ingreso o de la aplicación de medidas discriminatorias como la llamada “acción positiva”.

Ciertamente, la universidad puede ser un medio de ascenso social para estudiantes de sectores económicos bajos que tienen las suficientes capacidades intelectuales y actitudinales para culminar con éxito una carrera universitaria. Pero esto no significa que las instituciones de educación superior deban permitir el ingreso de estudiantes, sea cual sea su estrato social, que carezcan de las capacidades mencionadas anteriormente.

Basada en las ideas de excepcionalidad y justicia, entendida como trato igual a los desiguales, la universidad ecuatoriana ha convertido las carencias individuales y las diferencias identitarias de los alumnos en derechos académicos. Y, de esta manera, ha reducido la responsabilidad de estos en la construcción de su conocimiento.

La educación superior en el país ha entrado, así, en un proceso –al parecer indetenible – de igualación hacia abajo, cuyos resultados son el deterioro de la calidad de la enseñanza y la presencia en el mercado laboral y en el mundo académico de profesionales mal preparados.

En su afán justiciero, la universidad, en lugar de enseñar bien, se ha empeñado en igualar los resultados académicos de estudiantes con diferentes capacidades y actitudes para los estudios superiores, ignorando que esos resultados, en la medida en que las condiciones de enseñanza sean las mismas para todos, dependen exclusivamente de los alumnos.

Decía, Jean-François Revel, que “la igualdad en la enseñanza no puede consistir más que en crear las condiciones de acceso a los estudiantes, en las cuales cada uno obtendría el éxito únicamente en función de sus facultades intelectuales reales”, y, obviamente, del esfuerzo y la atención que el alumno ponga en el cumplimiento de sus obligaciones académicas y en la búsqueda autónoma del conocimiento. No se puede enseñar a quien no quiere aprender o a quien carece de las capacidades intelectuales necesarias para afrontar estudios de nivel superior.

En un medio dominado por la dictadura de lo políticamente correcto, la deriva que ha tomado la universidad ecuatoriana -políticamente correcta- es académicamente equivocada. Y, por el incumplimiento de su papel formativo, éticamente reprobable.

El bajo nivel de los estudiantes que ingresan a la universidad ha rebajado las expectativas de los maestros en relación con el rendimiento de sus alumnos y los alcances de sus clases. Pero no solo eso, sino que las bajas expectativas de los profesores les han llevado a adoptar estrategias de exigencia mínima, que han deteriorado la calidad de la enseñanza, y han generado en ellos frustración y apatía. Su clase ha dejado de ser, entonces, un desafío y se ha transformado en una tarea vacía y repetitiva.

La adopción de estrategias de rendimiento mínimo ha hecho que el maestro concentre su interés en minucias didácticas y deje de producir conocimiento nuevo para sus alumnos. Su opción actual es, con el apoyo de la tecnología informática, hacerles la vida más fácil. Y en este propósito, ha sido alentado por las propias universidades, que le brindan frecuentes “capacitaciones” en el manejo de herramientas informáticas, a fin de que el docente conocedor de la “sopa de letras” o del “juego del ahorcado” no ceje en su cruzada en favor del mínimo esfuerzo.

En estas condiciones, muchos maestros siguen dando clases, pero sobrellevan el grave daño moral que irroga el desempeño de una labor en la que no creen. Con profesores     que no creen en lo que hacen y con alumnos que no tienen las capacidades o el deseo de estudiar, la educación universitaria en Ecuador ha terminado siendo un simulacro.

La igualación hacia abajo, aparte de sus motivaciones ideológicas, es la respuesta que la universidad ecuatoriana ha dado a los errores del actual sistema de admisión a la educación superior. Errores que afectan, especialmente, a las carreras humanísticas y sociales (a las que van los peor puntuados en los exámenes de ingreso). Es la respuesta, también, a esa visión, predominante en la sociedad ecuatoriana, y que fue alentada por la propaganda meritocrática del correísmo, de que la única alternativa existencial para los jóvenes son los estudios universitarios.

El nuevo gobierno se ha propuesto eliminar la Senescyt, para que los jóvenes ecuatorianos puedan estudiar las carreras de su preferencia. Así tiene que ser. Nadie debe estudiar una disciplina que no le gusta y para la que no tiene las destrezas necesarias. Sin embargo, esto solo no resuelve el problema de la mala calidad de la enseñanza superior. A fin de mejorarla, es necesario adoptar procedimientos de selectividad justos, específicos y rigurosos, y abandonar la errada idea de que la universidad es el único camino de realización personal de los jóvenes. Ofrecer alternativas a la universidad adecuadas a sus necesidades, expectativas y capacidades es una tarea ineludible para el nuevo gobierno. Más todavía, cuando la universidad no cuenta con los recursos necesarios para atender a una población mayor que la actual.

Las universidades y sus directivos tienen, también, un papel importante que cumplir: evaluar con objetividad lo que ocurre en su seno, a partir de las siguientes preguntas:

1. ¿Hay, en la universidad, libertad de expresión?

2. ¿Los profesores universitarios dominan la lengua en la que enseñan?

3. ¿Los profesores abusan de su autoridad para adoctrinar a los estudiantes?

4. Más allá de sus títulos ¿los profesores actuales son personas de libros o simples técnicos sin bases humanísticas?

5. ¿Los profesores se valen de su posición para formar círculos de adeptos y satisfacer así sus afanes de poder?

6. ¿Se ha hecho algo para proteger a los estudiantes de la impostura académica y la mentira?

7. En la gestión académica ¿mandan los burócratas o los académicos?

8. ¿La gestión administrativa y académica de la universidad obedece a criterios técnicos y académicos o a criterios político-partidistas?

9. ¿Qué se está haciendo para que los futuros profesores sean producto de un proceso orientado a institucionalizar la carrera docente?

10. ¿Hay garantías de que los concursos de méritos y oposición docente están libres de favoritismos?

11. ¿Los “cursos de nivelación”, a veces impartidos por técnicos docentes y no por profesores, ayudan realmente a poner a los estudiantes en condiciones de seguir la carrera que han elegido?

12. ¿Cuántos de los estudiantes están en la universidad porque no tienen nada mejor que hacer?

Hay muchas preguntas más que responder, pero si las universidades contestan con honestidad las que hemos planteado, tendrán indicios suficientes para identificar el camino que deben seguir en pos del mejoramiento de la enseñanza universitaria en Ecuador.

LaRepública.

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