Leer a Hemingway con toda el alma

Diego Montalvo

Quito, Ecuador

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”

John Donne

Pocos escritores tienen la suerte de haber tenido una vida como si ésta hubiera salido de una verdadera novela. Dedicaré las próximas líneas a hacer un homenaje a uno de los narradores norteamericanos más importantes del siglo XX. Ernest Hemingway fue uno de los periodistas más notables e hizo de la pluma una forma de vida. De mirada sincera y vidriosa, de prominente barba y usando su característico suéter de cuello tortuga, es como muchos lo recuerdan. Otros, lo llevan en la mente como ese gran aficionado al box, a la fiesta brava, la caza y la pesca, y diferentes personas lo describen como ese hombre amigo de Fidel Castro, instructor de tiro del Che Guevara y ese anti franquista por excelencia que vivió la Guerra Civil Española como ninguno.

Hemingway fue parte de la llamada Generación perdida encabezada por la genial poeta Gertrude Stein quien en París unió a un conglomerado de brillantes narradores como Francis Scott Fitzgerald, John Dos Passos, William Faulkner y el poeta Ezra Pound. James Joyce fue un gran admirador de la pluma de Ernest Hemingway y siguió sus pasos como novelista y periodista.

Nació en Oak Park, Illinois el 21 de julio de 1899 y falleció el 2 de julio de 1961. Desde joven ya empezó a demostrar sus grandes dotes para la narrativa y fue cuestión de tiempo para que se perfeccionara en el periodismo dentro del campo de la crónica y el reportaje. Nunca se estuvo quieto; gracias a su mente volátil y aguerrido deseo de aventura, viajó por todo el mundo haciendo de España, Francia, Italia África y Cuba sus predilectos lugares para desarrollar las más bellas novelas cargadas de romance y derrota.

La Historia de la Literatura no podría ser la misma sin los libros Fiesta (1926), Adiós a las armas (1929), Cuentos (1939), Por quién doblan las campanas (1940), El viejo y el mar (1952) y París era una fiesta (1964) su autobiografía publicada póstumamente.

Como reportero destacan los libros Verdes colinas de África (1933), El verano peligroso (1984 y escrito en 1959 y 1950) y Publicado en Toronto (1985) que recopila sus textos del Toronto Star entre 1920 y 1924 previo a su carrera como escritor.

Hemingway nunca se destacó como alumno en el colegio y, contradiciendo a su padre, se fue a Toronto para trabajar en el Star como reportero. Gracias a su carrera periodística fungió como corresponsal de guerra. El 6 de julio de 1918, poco antes de que cumpliera diecinueve años, repartía chocolates y cigarrillos (así como tarjetas postales) a las tropas italianas cuando fue alcanzado por la metralla de un mortero.

Dos combatientes murieron delante de sus ojos y Hemingway fue traslado al hospital donde pasaría los momentos más duros (y sensibles) de la Primera Guerra Mundial: conoció a la enfermera Agnes von Kurowsky. Se enamoró de ella y durante tres semanas Hemingway participó en el conflicto bélico, fue voluntario de la Cruz Roja y conductor de ambulancias. La herida en su rodilla lo puso como un «trofeo» inmerecido.

Pero, con gusto, Hemingway no pensaría lo mismo de las cornadas del toro. El balazo le dejó una sensación que podría interpretarse de dos formas distintas: se curtió con el fuego y se convirtió en una víctima pasiva y no como un representante del coraje. La guerra le dejó una huella a un joven azotado por el horror y por la sed de aventura. Hemingway fue un vástago de la jazz age y la adrenalina del combate le haría, desde joven, el querer construirse como un personaje auténtico.

No podría precisar si consiente o no, pero Hemingway cada vez se iba pareciendo más a los protagonistas de sus novelas. Nunca quiso figurar como un narrador inteligente, por lo que se volvía un hombre adicto al béisbol, a la bebida y al deporte. Pescaba salmones en sus días libres y no dudaba en empuñar una escopeta para matar leones o hacer chistes machistas a las mujeres que conocía o a sus amantes y darse de puñetazos siempre que podía. Nunca posaba con la mano en el mentón como si estuviera pensando (algo muy típico en novelistas como Marcel Proust u Oscar Wilde). 

En 1921, años de posguerra, estaba con su mujer Hadley e inventaba cientos de historias sobre el mortero alojado en su rodilla. Estaba tan cerca de la gente, pero tan lejos del campo de guerra que sin saber, sus delirios de grandeza le dieron pie para ir gestando la trama para su primer gran éxito Fiesta.

Por primera vez combinaría sus dos pasiones: el box y la fiesta brava. Jake Barnes sería el primer «desdoble» de la personalidad de Hemingway y Brett Ashley es una seductora mujer que se enamora de Jake pero cuyo amor resultó genuino pero irrealizable. El ambiente es el indicado para un novelista de ese calibre pues la novela si sitúa en la rive gauche (la Margen izquierda de París, bohemia y artística). Por otro lado, este ambiente parisino de brioches y cafés matutinos contrasta con esa Pamplona de diestros matadores de toros que poseen un gran estilo para la muleta y el estoque durante los Sanfermines. En Fiesta se puede leer el siguiente fragmento:

Cuando fue desencajonado el tercer toro, los otros dos y el cabestro lo esperaron con las cabezas juntas y cuernos apuntándolo. En pocos minutos el cabestro logró calmarlo e incorporarlo al grupo. Cuando los dos últimos toros fueron desencajados, formaron un rebaño tranquilo y unido en torno al cabestro. El cabestro que había sido corneado se levantó y se quedó apoyado contra la pared de piedra. Ninguno de los otros toros se le acercó ni él tampoco hizo el menor intento por unirse a la manada (Hemingway, 2013,  Debolsillo, p. 170).

La muerte nunca estuvo alejada de la vida de Hemingway. En abril de 1923, el máximo jockey Georges Parfrement murió al caer de su caballo tal y como Hemingway lo describió en un cuento publicado dos semanas antes del deceso del jinete. Con tan solo veintisiete años publicó dos cuentos que serían un clásico de este género narrativo: «Los asesinos» y «Cincuenta grandes». Pero claro, ninguno lo glorificaría tanto como «Las nieves del Kilimanjaro». La bebida y el rol de escritor lo atormentaron tanto que la derrota inminente del protagonista llamado Harry Street es vista desde las primeras páginas. En  «Las nieves del Kilimanjaro» destaca el siguiente fragmento:

Entonces la vio, caminando por el terreno abierto hacia el campamento. Vestía pantalones de montar y llevaba su rifle. Los dos muchachos acarreaban una gacela colgando y la seguían. Seguía siendo una mujer hermosa, se dijo, y tenía cuerpo agradable. No le hacía ascos a la cama, y en ella tenía un gran talento, no era guapa, pero a él le gustaba su cara, leía muchísimo, le gustaba montar y disparar, y desde luego bebía demasiado. Su marido había muerto cuando era relativamente joven, y durante una época se había entregado a sus dos hijos —que ya se habían hecho unos hombrecitos, que no la necesitaban y cuya presencia les incomodaba— a sus establos de caballos, a los libros y a la botella. (Hemingway, 2019, Debolsillo, p. 86.)

Aunque muchos lloramos con los finales de Adiós a las armas y Por quién doblan las campanas, nunca hubo gran derroche de amor en estas dos novelas en otras obras de Hemingway. Quizá éstas fueron las más humanas y las que lo inmortalizaron para siempre.

En Adiós a las armas se puede leer lo siguiente: «La contemplé mientras se cepillaba el cabello, inclinó la cabeza de modo que cayera todo a un lado. Fuera estaba oscuro y la luz que había encima de la cama le iluminaba el pelo, el cuello y los hombros. Me acerqué y la besé, le cogí la mano del cepillo y volvió a hundir la cabeza en la almohada. Me sentía desfallecido de tanto como la amaba.» (Hemingway, 2014, Debolsillo, p. 294).

Mientras en Por quién doblan las campanas el lector puede hallar este poético pasaje:

      ––Hola mi inglés.

      ––No soy inglés ––dijo él perezosamente.

      ––Sí ––dijo ella, lo eres. Eres mi inglés. ––Se inclinó sobre él, le cogió de las orejas y le besó en la frente––. Ahí tienes. ¿Qué tal? ¿Beso mejor ahora?

Luego, mientras caminaban uno junto al otro por el borde del arroyo, Jordan le dijo:

––María, te quiero tanto y eres tan adorable, tan maravillosa y tan buena, y me siento tan dichoso cuando estoy contigo, que me entran ganas de morirme mientras nos amamos.

       ––Sí ––dijo ella: yo me muero cada vez… ¿Tú te mueres también?

       ––Casi me muero, aunque no del todo. ¿Notaste cómo se me movía la tierra?

       ––Sí, en el momento en que me moría. Pásame el brazo por el hombro, ¿quieres?

       ––No, dame la mano. Eso basta.

      La contempló un rato y luego miró al prado, donde un halcón estaba cazando, y miró las enormes nubes de la tarde, que venían de las montañas.

––¿Y no sientes lo mismo por otras? ––le preguntó María, mientras iban caminando con las manos enlazadas.

       ––No; de versas que no.

                     ––Tú has querido a otras más. (Hemingway, 2011, Debolsillo, p. 225.)

No es de sorprenderse que Hemingway publicara lo mejor de su obra en las primeras décadas del siglo XX. De hecho, en los felices años 20 Pablo Picasso estaba entre lo mejor del arte y la pluma de Scott Fitzgerald se levantaba con máximo esplendor.  Los amigos de Ernest Hemingway eran únicos y de gran talento. Aunque con el paso del tiempo, el novelista tendría reacciones de adversidad contra Faulkner, Dos Passos y tras haberse quedado impactado de la muerte de Scott Fitzgerald quien fue el primero en morir. Hemingway, en vida, nunca tuvo el valor de elogiar públicamente El gran Gatsby de su amigo muerto.

Entre varios romances y diversas adversidades, Hemingway logró hacerse a pulso un autor de culto, un novelista de tremenda leyenda llegando al mito. Fue ganador del Premio Nobel de Literautra en 1954 y así como el viejo Santiago en El viejo y el mar, Hemingway tuvo un trágico final. Pudo vencer la malaria, el cólera, quemaduras en su cuerpo pero su depresión hizo que utilizara su escopeta de caza y se pegara un tiro en la cabeza en 1961.   

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