Humano, muy humano

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

El Eclesiastés, en sus primeras frases, reseña aquello de “ Vanidad de vanidades, todo es vanidad “. Y es, sin duda, una regla humana de vida. Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha querido estampar su huella de riqueza, poder y belleza para admiración y disfrute de sus semejantes.

El triunfo, fruto de las batallas, de las conquistas, era recompensado y festejado por los beneficiados para agradecer al vencedor y glorificarlo. Inmensas construcciones se edificaron para gloria de quienes, en su momento, se destacaron sobre los demás mortales en su ciclo de vida.

Con el pasar del tiempo, el dinero se convirtió en el símbolo y la recompensa del poder. Y ese dinero permitió a sus dueños poseer pedazos del mundo, atesorar obras de arte inimitables, disfrutar de lujos impresionantes. Y por supuesto, aquellos que no se beneficiaron de ese boato, o no lo disfrutan como piensan que deberían, se apoderan de la crítica y de la censura como mecanismo de compensación y desquite.

Esa es la naturaleza humana, situada en lo más profundo de su instinto, de sus reacciones primarias, de sus frustraciones. Y el éxito de ese puñado de elegidos, designados por la suerte, el talento, la oportunidad o la moda imperante, los vuelve sujetos pasivos del escándalo, la adjetivación y el resentimiento.

Lo vemos a diario. El futbolista que gana una obscena suma de dinero, la actriz que recibe un pago millonario por mostrar al público sus atributos, el inventor que se convierte en un magnate y el emprendedor en un billonario en el transcurso de pocos años. Y el resto los critica por su falta de empatía, por su torpeza en otros campos, por su amnesia, etc.

Es el entretenimiento más difundido en el mundo. Grandes fortunas se labran en base al chisme, la revelación de datos ocultos, la infamia cometida hace muchos años, o pocos; no importa. Lo importante es mantener informado a un público ávido de noticias y de sangre mezclada con lujuria.

Y sí. La curiosidad morbosa forma parte del espectáculo que el ser humano disfruta. Ese poder ilusorio de vida o muerte que el pulgar del emperador Romano usaba en las lides del coliseo sigue despertando pasiones y enardece al público como en aquellos lejanos tiempos.

Saber que el ídolo tiene pies de barro nos permite una sonrisa sórdida y un juicio interno que nos ayuda a no sentirnos tan miserables frente al éxito del resto. Y es que en vez de reconocer nuestras frustraciones, nuestras carencias, nuestros fracasos, usar la muletilla de los “ otros” y rasgarnos nuestras “piadosas” vestiduras nos permite censurar a quienes, con desparpajo, conjugan el éxito y el poder en una sola mano y nos molestan sobre manera.

La envidia, aquella que reacciona frente a la vanidad del otro, se encarga del resto.

Bien saben eso los teóricos, los totalitarios, aquellos que odian el “ status quo” y buscan todo argumento para desarmarlo, conocedores de la desigualdad e injusticia que puebla al mundo. Pero la receta que profesan, lejos de encaminar soluciones positivas, está exclusivamente dirigida a la destrucción y al odio de quienes encarnan ese resentimiento y envidia por sus éxitos.

Ayer fue un futbolista, hoy una boda, mañana cualquier otro pretexto para la maledicencia y la frustración.

Qué lejos están estos agoreros de buscar soluciones reales y positivas. El odio los carcome y su extremismo los guía. La destrucción de todo lo que brilla y no es de ellos es su norte. Y los ingenuos caen en el juego, cuando se indignan ante el éxito porque no es el suyo. Porque les molesta su propia vida sin el boato de la ajena.

Y sin embargo, todos vivimos momentos de gloria y agonías en la derrota. La clave es salir de ellas con arrojo y valentía personal, no con odio y resentimiento hacia quienes lograron superarlas sin odiarnos. Y seguramente sin saber que existimos. Porque estaban demasiado preocupados por lograr el éxito antes que entretenerse con nuestros fracasos.

Aprendamos la lección y respiremos profundo antes de librar la próxima pelea con nosotros mismos y las cadenas que hemos creado. Y que nuestros logros, quizás no tan públicos pero si muy valiosos, nos llenen de orgullo personal antes que de resentimiento ajeno. Es el nivel de la medianía la que construye un país, decía Ortega y Gasset.

Qué lejos estamos de edificar excelencia si nos regodeamos por minucias. Hay problemas mucho más serios en el horizonte cercano. Y para ello necesitamos unión y apoyo. No división ni odio. Los que pregonaron ayer la lucha de clases quieren actualizar hoy el enfrentamiento racial. No se lo permitamos.

Fotografía de Juan David Borrero (i), hijo del vicepresidente de Ecuador Alfredo Borrero, en su matrimonio con la modelo estadounidense Jasmine Tookes (d), hoy en la iglesia de San Francisco en Quito (Ecuador). La ceremonia religiosa se realizó este sábado en la majestuosa iglesia de San Francisco, en el casco colonial de Quito, considerado Patrimonio Cultural de la Humanidad. EFE/José Jácome

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