Recordando a Carmencita

María Rosa Jurado

Guayaquil, Ecuador

Por el lado materno, tengo ascendencia peruana y desde que mi abuelo Carlos Caravedo visitara Lima, hace más de un siglo, se trabó una estrecha amistad con los parientes del sur. Mis padres viajaban frecuentemente a visitarlos. Yo fui con ellos desde el primero de esos viajes; conservo fotos en las que se me ve de unos 4 años, mientras jugaba con mi primo y mi prima en la Plaza de Armas en Lima.

Carmen y yo nos visitábamos con cierta frecuencia y estábamos en contacto por carta; luego sería el e-mail; en todo caso, siendo las dos comunicadoras natas, casi siempre estábamos conversando.

Ella era menor que yo con seis meses. La una, peruana, y la otra, ecuatoriana: éramos muy patriotas las dos. De hecho, nos fuimos a las manos entre primos en una ocasión, por el asunto de los límites. Ellos eran dos, y estaba yo sola, así que había superioridad numérica, y perdí. Quedé muy dolorida, pero de que luché por la Patria, luché.

Ella decía siempre, bromeando, que las dos éramos tan iguales que seguramente, «éramos gemelas idénticas separadas al nacer». Las dos éramos muy aplicadas y competitivas en el colegio; las dos leíamos, bailábamos ballet (ella llegó a ser solista). Las dos amábamos aprender, las dos amábamos a Mafalda, las dos nos graduamos de abogadas, obtuvimos maestrías, y ejercimos en el sector público, las dos hicimos periodismo, las dos nos casamos y tuvimos hijos.

Pero además, habían detalles más íntimos de coincidencias que eran, realmente, sorprendentes. Por ejemplo: recuerdo que cuando tenía unos 19 años, llegué a su casa de Lima y encontré  el texto de un poema pegado en la puerta de su closet. Le pregunté: «¿Y este poema?»

Y ella me contestó: «es mi poema favorito». Yo respondí: «No puede ser, ése también es mi poema favorito».

Se trata de un poema anónimo. Aquí, tal como lo recuerdo:

«Con el tiempo aprendes la sutil diferencia que existe entre tomar la mano de alguien y encadenar un alma, y aprendes que los besos no son contratos; ni los regalos, promesas/ Y empiezas a aceptar tus derrotas con la cabeza en alto, con los ojos bien abiertos, con la compostura de un adulto, no con el rostro compungido de un niño/ aprendes que el amor no significa apoyarte en alguien y que la compañía no significa seguridad, y aprendes a trazar todos tus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado incierto para hacer planes/ Por lo tanto, siembra tu propio jardín y adorna tu propia alma en vez de esperar que alguien te lleve flores, y así aprenderás que en realidad puedes sobrellevarlo todo, que en verdad eres fuerte y que vales mucho. Con el tiempo aprendes que incluso los agradables rayos del sol, pueden ser peligrosos, si te expones demasiado a ellos«.

En otra ocasión íbamos en su carro oyendo música, y ella me dice: «Te voy poner una canción que me encanta, que no se escucha mucho, que nadie la conoce, que habla de un verano lleno de sol, donde alguien se enamora».  La escucho y le digo: «Carmen esa canción me fascina y también pienso que nadie la conoce ni la escucha».

Pero los días felices y despreocupados de nuestra infancia y juventud, tuvieron su final.

Cierto es que ella alcanzó la gran mayoría de sus metas, incluyendo una maestría en Harvard. Pero la enfermedad de la bipolaridad la alcanzó siendo muy joven. Me escribía y parecía desesperada. Yo hacía lo humanamente posible por ayudar, por serenarla, pero era  obvio que yo no estaba preparada para ello y no era una ayuda eficaz, aparte de la distancia que nos separaba.

Al final me llamaba para decirme que me quería y que sufría todo el día y que no quería sufrir más.

 Una mañana, en la que  yo estaba en el evento de entrega de los «Premios Espejo»,  por mi trabajo como asesora del ministro Raúl Vallejo, durante la Presidencia de Alfredo Palacio, cuando vi en mi celular una llamada de Lima y salí de la habitación para hablar, aterrada. Era mi prima Pilar, que me dijo: «¿Sabes lo que le ha pasado Carmencita?»

“No”, contesté yo, helada y temblando. Entonces me dijo que la habían encontrado muerta.

Solo recuerdo mi llanto imparable que nublaba mis ojos, mientras iba a tomar un vuelo a Guayaquil.

Cuando llegué a casa con la noticia, nos vinieron a la mente cosas raras que habían estado pasando. El día anterior (cuando había muerto Carmencita, sin que nosotros lo supiéramos), encontramos un pájaro negro muerto junto a la puerta de entrada de la casa y todos lo interpretamos como un mal agüero. Esa misma noche, nos despertamos sobresaltados, porque el espejo grande del baño de visitas se cayó de pronto y se rompió en mil pedazos. Era una noche de tormenta, con rayos y centellas y mi perro Rocco, que era cachorrito, aulló toda la noche como nunca había hecho y como no volvió a hacer.

Ahora, que he escuchado a los amigos de la periodista Tania Tinoco contar que soñaron con ella antes de que muera, me he afianzado en mi sospecha de que esos eventos extraños que ocurrieron se debía al espíritu de Carmen dándome el último adiós antes de partir. Quiero creer que ella realmente vino a buscarme para despedirse. De alguna manera nunca se ha ido, ni se irá. Carmencita sigue viva en mi recuerdo.

Plaza de Armas, en Lima.

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