Democracia: entre el relativismo y la excelencia

José Gabriel Cornejo

Quito, Ecuador

La afirmación de la igualdad de las personas es la base de la democracia, esto no es novedoso. Pero si somos iguales, ¿qué pasa con la excelencia y nuestras diferencias?

 El Estado democrático tiene como fundamento ideológico la ‘igual libertad’ de las personas, estando el gobierno limitado principalmente a causa de los derechos de los individuos. Bobbio señala que “hay una acepción de libertad, y es la acepción preponderante en la tradición liberal, de acuerdo con la cual ‘libertad’ y ‘poder’ son dos términos antitéticos que denotan dos realidades contrastantes entre ellas”. Según esta línea de pensamiento, en una relación, cuando el poder de imperar (mandar o prohibir) de una persona aumenta, la libertad de otra disminuye.

Por tal motivo, el liberalismo democrático es partidario de un gobierno limitado, respetuoso de los derechos individuales. Es más, la definición de libertad en esta doctrina se entiende, ante todo, como libertad frente al Estado. Esta postura se debe también a la concepción de que el individuo es soberano sobre sí mismo: “sobre su mente y sobre su cuerpo, el individuo es soberano”, decía John S. Mill.

            Sin embargo, es precisamente en este punto donde llegamos a una posible disputa entre democracia y excelencia. Por una parte, hay quien sostiene que, a causa de la soberanía individual, el ser humano es el único capaz de “definir su propio concepto de la existencia, del sentido, del universo, y del misterio de la vida humana” (Planned Parenthood v. Casey, año 1992). En ese sentido, la democracia descansaría en un relativismo incapaz de emitir juicios sobre la calidad de la conducta humana, asignando igual valor a todo curso de acción con el único requisito de que no cause daño a terceros. Como consecuencia de esta posición, no existe espacio para la noción de excelencia, en tanto que presupone la no existencia de jerarquías de bienes y acciones.

Los fanáticos de esta postura que concede un valor absoluto a la libertad, y juzga a todo como igual de bueno, nunca hablan de la posibilidad de perfeccionarse a sí mismos. Como señala Gerard Bradley, “si razonaran en consistencia con sus premisas, tendrían que decir que alguien que vive en un mundo de fantasía podría estar bien, o ser tan libre como cualquiera es susceptible de ser”.

Por el contrario, hay otros defensores de la democracia que, aún aceptando la noción de soberanía personal (reconociendo, más bien, el hecho de que somos autores y “responsables” de gran parte de nuestras vidas), admiten que no toda acción o condición es igual de buena que otra. Por ejemplo, una persona que tiene conocimiento es más libre que quien no lo tiene, quien tiene salud y amistad está en una mejor posición que a quien le faltan estos bienes, el que cuenta con una experticia o habilidad técnica se encuentra (generalmente) en una situación superior a la de quien no tiene estas aptitudes.

En este sentido, la democracia no necesita del relativismo que se rehúsa a reconocer que no todo tiene el mismo valor. Al contrario, puede admitir la existencia de situaciones, acciones o bienes objetivamente mejores que otros. Negar la excelencia, en el fondo, es consentir en restarle calidad a nuestras instituciones democráticas. Una democracia saludable necesita de ciudadanos capaces de distinguir lo mejor de lo peor (“hay que educar al soberano”, decía Sarmiento), que actúen en consecuencia y permitan, mediante dicha tensión, que el sistema tenga una razón de ser.

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