Alquimia y poesía

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Es alquimista. Y, gracias a sus habilidades alquímicas, ha elaborado una serie de aceites para aliviar el dolor de las articulaciones, para las personas que han chupado frío, para conseguir un cabello sedoso y aclarado, para tratar irritaciones de la piel. El aceite de coco, que vende en un envase blanco, pequeñito, con forma de pondo, sirve para humectar los labios y perfumar el cuerpo, pero, también, para sazonar el seco de pollo. “Pruébalo. Te sale como un encocado”, dice.

Es un artista multifacético, gestor cultural y poeta. La Casa de la Cultura le publicó un libro hace unos tres o cuatro años.

En tiempos no tan remotos, cuando la mayoría de la gente era analfabeta, había vendedores de la palabra escrita -la palabra de los contratos, la palabra de los juzgados, la palabra de la poesía –, que, en puestos ubicados en la calle u oficinas, elaboraban cartas, solicitudes y contratos, por los que cobraban una tarifa más o menos fija.

En la provincia, en nuestra época, todavía se acostumbraba enviar poemas a la amada. El poeta del curso era el encargado de esta tarea. Servicio por el que, a veces, se le pagaba con un sánduche de mortadela.

En los supermercados, ahora, es posible encontrar papas, carne y libros. Los puristas se quejan de eso y de que la literatura se haya convertido en una mercancía. Neruda, por su parte, abogaba por una poesía impura: “gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.

Todo esto para decir que el alquimista vende poemas. “Se escriben poemas al instante”, reza en un cartel escrito con tinta roja, colocado en el puesto que ocupa en la calle García Moreno, frente a la Biblioteca Municipal.

Mientras hace la alabanza de sus aceites, me muestra un ejemplar del libro que le publicó la Casa de la Cultura. En la solapa, entre otros datos de su biografía, se destaca que estudió en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador, la famosa Facso. De ahí han salido muchos de los periodistas más conocidos del país. Y, también, novelistas, profesores, cortesanos de Palacio, así como revolucionarios, poetas y alquimistas.

“¿En verdad, escribes poemas al instante?”, le pregunto. “Claro, responde, también escribo poemas de amor. Si quieres, puedo escribir uno, dedicado por ti a tu mujer”, agrega, dirigiéndose a mi esposa. “Sí, sí, le respondo. Está bien”.

Antes de empezar, saca una cajita con dos esferos. Uno de estos, en realidad, es un marcador de punta fina. “Escoge el arma”, me dice. Yo escojo el marcador.

Una vez elegida el arma, toma un cuaderno escolar de su mochila, uno de esos de veinte hojas y una línea, y se pone en posición para escribir. Antes de que empiece, y sintiéndome un poco culpable por romper su estado de trance artístico, ¿cuánto cuesta?”, le pregunto. Él detiene su impulso, pone cara de filósofo humilde y, dirigiéndose a mi esposa, le dice: “Como el poema está dedicado a ti, si no te gusta no me debes nada. Pero si te gusta, te acercas a él y le abrazas. Eso le abrirá el corazón”.

Dicho esto, levanta el mentón, toma un poco de aire por la nariz, cierra los ojos unos segundos, los abre de repente y se pone a escribir. El resultado es el siguiente:

Janeth.

descansa mi ser

paz amor lokura

Janeth, estrella

que me alumbra,

que me apasiona

que no olvido.

De Fernando

para la bella Janeth

con admiración.

Guido.

Cuando termina el poema, arranca la hoja del cuaderno y diciéndome: “Ya está. Ahora puedes guardarlo, enmarcarlo o lo que quieras”, se lo entrega a mi esposa y le pide que lo lea en voz alta. Ella obedece y, como no podía ser de otra manera, al terminar la lectura, sonriente, se me acerca, me abraza y me da un beso.

La poesía, decíamos, se ha vuelto una mercancía. Un libro de poemas de un autor ecuatoriano publicado por la Casa de la Cultura no cuesta más de diez dólares. El poema del alquimista tiene dieciocho palabras y, con la dedicatoria, veintisiete. Le pagué de acuerdo con el mercado y mi corazón.

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