La política como penitencia

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Es propio de las relaciones de fuerza que el más débil sea sometido por el más fuerte a una espiral de concesiones y renuncias. Cada renuncia, cada concesión que hace lo debilitan aún más y acrecientan el poder que tiene sobre su persona el individuo dominante.

Este no duda en minimizar y ridiculizar las concesiones y renuncias del débil y exigirle otras, nuevas y más onerosas.

Las relaciones del gobierno de Guillermo Lasso con ciertos actores sociales y políticos del país son de esta índole. Políticos oportunistas, activistas sociales de una sola idea, antiguos levantados en armas, periodistas ignaros y ansiosos de fama, resentidos y resentidas de todo tipo, han aprovechado del asesinato de María Belén Bernal para figurar y dotarse, ellos mismos, de la valía moral de la que carecen.

Tan entusiasmados han estado en la autopromoción, que no han dudado en arrastrar en la corriente de sus apetitos y pasiones a la señora Elizabeth Otavalo, madre de la víctima. Quien, en un canal de televisión, se quejaba de no haber sido llamada personalmente por la esposa del presidente Lasso, como si dicha señora tuviera una especial obligación con ella, y su comportamiento, solo en su caso, debiera ser distinto del que ha tenido con los deudos de las decenas de víctimas de femicidio que ha habido durante el gobierno de Lasso en el país.

Después, ya metida -¿utilizada? – en la guerra de la Asamblea Nacional contra el Gobierno, ayudó a que la institución más desprestigiada del país, aquella que hace no mucho atentó contra las libertades y derechos de los ciudadanos aprobando la nueva Ley Mordaza, se mostrara como lo que no es: defensora de los derechos humanos.

Oyendo, quizá, el reclamo de la señora Elizabeth Otavalo, al volver de su viaje a los Estados Unidos, el presidente apareció dando declaraciones sobre el asesinato de María Belén Bernal acompañado de su esposa. Luego, destituyó al ministro del Interior y anunció, preso del frenesí de las entregas no pedidas, que derrocaría el edificio donde se produjo el crimen de la abogada quiteña.

Nadie, y menos sus críticos, apreció este gesto inútil e impertinente, y los beneficiarios de la destitución de Carrillo lo amenazaron con un nuevo paro. Iza, envalentonado por la anulación de su proceso por paralización de servicios públicos, reiteró estas amenazas.

“La Corte Boba” -¿hay otro modo de llamar a la “mesa chica” de Lasso?– está haciendo del presidente un “cuchimbolo”, un “porfiado” que cae y se levanta siempre listo a recibir un nuevo golpe.

Cuando un gobierno se somete al régimen al que, con su propia colaboración, ha sido sometido el gobierno de Guillermo Lasso, termina por perder toda autoridad. Una autoridad que se arrogan los que han trabajado en deslegitimarlo y en deslegitimar las instituciones de la democracia.

Lasso, con sus renuncias y entregas, no se hace daño solo a sí mismo, sino a toda la comunidad política y sus instituciones. Pone en juego los principios del Estado de derecho y hace de la política un asunto para la victimología, y del acto de gobernar, una transacción con un tercero no elegido. Donde un tercero con poder de veto media entre las decisiones del gobierno y la ciudadanía se ha roto el principio de la democracia.

No hay, en las actuaciones de Lasso, principios guías. Hay reacciones. Solo que no reacciona como un estadista. Lo hace como un penitente. Y, para los penitentes, son buenos los conventos y las romerías, de ninguna manera los asuntos de Estado.

El presidente Lasso y su esposa, María de Lourdes Alcívar, el momento que se anuncia la destitución del ministro del Interior Patricio Carrillo.

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