Amazonas Street

Fernando López Milán

Nunca le gustaron las reuniones sociales y menos las que terminan en baile. “De joven, dice, en las fiestas, mientras mis amigos se dedicaban a bailar y galantear, yo me quedaba en un rincón de la sala; sentado si es que había muebles”.

Ahora es un poco distinto. Se trata del cumpleaños del rector de la universidad y él es decano. Consciente de sus obligaciones oficiales y de que en reuniones como esta a la que ha sido invitado puede encontrar la manera de sortear los intrincados laberintos de la burocracia universitaria, se alista y se encamina a cumplir su deber.

Alrededor de las ocho de la noche llega al lugar de la fiesta, el Hotel Amazonas, y, luego de dar un rápido vistazo a la sala, se instala en una mesa llena de decanos.

Comen, charlan, bromean, y, cuando se enciende el baile, todos, menos él, se lanzan a la pista. El éxodo masivo, que le deja como único ocupante de la mesa, le facilita la ejecución del plan de escape que había urdido antes de ir a la fiesta.

Se levanta discretamente, esperando que si, por casualidad, alguien se fija en él, piense que se dirige al baño.

Conteniendo el paso para que sus piernas no sean arrastradas por el ritmo de los latidos de su corazón, sin mirar atrás desciende las escaleras y en unos pocos segundos se encuentra, libre, en la puerta del hotel. Libre en medio de la noche quiteña y sus múltiples posibilidades, de las que él solo quiere una: irse a su casa a dormir.

Mientras disfruta de su libertad con el suspiro de rigor, se percata de que, teniendo libertad, le faltan los recursos para realizarla. En una situación semejante, un marxista de manual diría: “En este país la gente es libre, sí, pero para morirse de hambre”. ¿Conclusión obligada? Para eliminar el hambre hay que eliminar la libertad.

En fin, es libre, y, como aprecia realmente la libertad, se lanza a buscar el medio para realizarla.

Negándose, por pudor, a volver al hotel y solicitar al recepcionista que le pida un taxi, se levanta el cuello del abrigo, mete las manos en los bolsillos, y, protegido por un aura bogartiana, echa a andar por la avenida dispuesto a hacer de la libertad posible un hecho.

“Hermano, me dice al día siguiente de la fiesta, esa calle está llena de putas y ladrones”. Y yo, profesor de metodología, pienso que, si bien la primera parte de su afirmación es evidente, la segunda es una simple suposición. “Hermano, repite. Yo estaba caminando por ahí, haciéndome el quite, cuando escucho una vocecita. Una voz delgada, delicada. Once o doce años, hermano. No tenía más de once o doce años. Llévame contigo, me dijo la niña”. En ese punto de la confesión, se calla, se queda un rato en silencio. Y yo, en lo que dura esa pausa dolorida, me pongo a pensar en todos los hombres que se habrán llevado consigo a la niña.

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