Un déjà vu

Miguel Reyes Castro.

Licenciado en Ciencias Políticas. Máster en Conflicto y Seguridad Internacional, University of Kent.

En lo que se constituye como un déjà vu, que lleva al Perú 30 años en el tiempo, hace unas horas el presidente de ese país, Pedro Castillo, ha anunciado la disolución del Congreso Nacional. En su anuncio, el presidente enumeró y describió toda una serie de eventos, interpretaciones y circunstancias que, tal como Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992, lo llevaron a “disolver” el impopular ente legislativo, lo cual ha repetido Castillo hace unas horas, pero que aparentemente no llegará a buen puerto (al momento de publicar esta nota, Castillo ha sido detenido por la policía de su país).

En su anuncio, Castillo, al igual que Fujimori en 1992, describió de forma el panorama de crisis, del cual se consideró víctima, y atacó al Congreso y a sus “obstruccionistas” miembros. A los que acusó de sembrar el caos en sus 16 meses de conflictivo Gobierno (desde julio 2021 cuando asumió el cargo), de querer vacarlo frente a denuncias de supuesta corrupción, denunció intereses “racistas” contra un “campesino” como él, descuidar los problemas mas urgentes del país y rechazar sus iniciativas legislativas.

También acusó a la “mayoría desacreditada” de querer procesarlo por traición a la patria, un reciente y polémico cargo—fruto de un aparente ofrecimiento de una franja de mar a Bolivia durante una entrevista a CNN—que no prosperó y había sido desestimado incluso por críticos de Castillo.

Volviendo al anuncio, según Castillo, el Congreso ha destruido la democracia, rechazado el diálogo. Lo acusó de “destruir la institución presidencial” de modificar la constitución ilegalmente, limitar el ejercicio de democracia directa, instalar una “dictadura congresal”, y otras acciones legislativas como no dejarlo salir del país a una cita de los países de la Alianza del Pacífico en México.

También los acusó de imputarle delitos, en referencia a las siete investigaciones fiscales que afronta Castillo por, entre otras cosas, dirigir una organización criminal en su gobierno.

En lo que constituyó un mal augurio, muy esperanzadoramente efímero, para la libertad de expresión y las libertades civiles y políticas en general en un régimen de facto suyo, Castillo acusó a la prensa de “mercenaria, corrupta y cínica.” La acusó también de calumniarlo y difamarlo en el ejercicio de un supuesto “libertinaje”, seguramente haciendo referencia a las investigaciones en su contra.

Con este diagnóstico político de fondo, y en atención a lo que llamó un “reclamo ciudadano” popular, Castillo anunció la instauración de un “Gobierno de Emergencia Excepcional” para efectuar una transición con el fin de “reorganizar” los poderes e instituciones del estado, tal y como anunció Fujimori hace tres décadas. De forma muy importante, llamar a elecciones para un congreso constituyente en nueve meses, una promesa de su turbulenta campaña política que quedó trunca al romper con el radical dueño su ahora expartido Perú Libre, el polémico Vladimir Cerrón.

También anunció un toque de queda para, muy seguramente, contrarrestar las protestas producto del rechazo generalizado a esta medida. Dicho rechazo ha quedado plasmado en la renuncia en masa de su gabinete, incluidos el ministro de economía Kurt Burneo y el rechazo de su vicepresidenta Dina Boluarte, quien formalmente ocupa la primera línea de sucesión en caso del fracaso de este autogolpe, el cual ya se vislumbra en vista de la destitución por incapacidad moral que el Congreso peruano (igual de desacreditado e impopular que Castillo) acaba de votar apenas Castillo hizo su anuncio.

Notablemente, en el “interregno”, como lo anunció Castillo, en un intento probablemente infructuoso de calmar a inversores y empresarios, extranjeros y nacionales. Ante el descalabro político y económico que generaría su medida, que el conocido, fuertemente institucionalizado y no menos controversial modelo económico de libre mercado, llamado a “tanto Estado como sea posible y tanto Estado como sea necesario.”

Y concluyendo con “Viva el Perú”, Castillo entra ahora en la convulsa historia peruana de asonadas militares y civiles que el país vive desde su independencia en 1821, pero no deja de sorprender la cierta similitud con el exitoso autogolpe de Fujimori de 1992. Las formas y un contexto similar, con las diferencias del caso, y la flagrante ilegalidad de ambos golpes —pese a ser la disolución del Congreso una medida estipulada en la Constitución de 1993 bajo circunstancias específicas— no pueden sino traer memorias cuasi idénticas que, deja vu, que en este caso, afortunadamente para la democracia peruana, no se replicarán.

Pero en esta coyuntura, tal como van los hechos, como es la muy segura falta de apoyo militar, el rechazo de los Estados Unidos a la medida, y el enorme nivel de desaprobación de Castillo, así como la soledad u orfandad política en la que ha quedado desde hace horas, la probabilidad de que este golpe tenga éxito es ínfima.

La abogada izquierdista Dina Boluarte juró este miércoles ante el pleno del Congreso como la primera presidenta de la historia de Perú, tras la destitución por el Parlamento de Pedro Castillo, acusado de dar un golpe de Estado.
Pedro Castillo, detenido por la Policía del Perú en la Prefectura de Lima.

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