Indigencia cultural

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

¿A qué se debe la profunda penetración del narcotráfico en nuestras vidas e instituciones?

A la pobreza, se ha dicho, a la falta de oportunidades, a la ausencia del Estado, a la corrupción política. Todas estas causas se han nombrado, pero no las que, quizá, sean las más importantes: nuestra indigencia cultural y nuestra renuncia a ser ciudad -comunidad civil- para ser horda.

La horda siempre está en pie de guerra. Los extraños, los que no forman parte de ella, son enemigos: competidores a los que hay que eliminar si se quiere sobrevivir.

Las bandas criminales, las sectas religiosas y políticas -rojas, verdes, púrpuras- son hordas y su impulso más básico es eliminar a los extraños y a los competidores material o simbólicamente.

El objetivo final de una horda es el mantenimiento de sí misma: los individuos que la constituyen son simples instrumentos para su sobrevivencia.

La horda es masa, lo masivo es vulgar, y la vulgaridad es el signo de la indigencia cultural. El indigente cultural, por tanto, carece de señas particulares y se pierde gozosamente en la turba de camisas negras, banderas rojas, pañuelos púrpuras, gorras y tatuajes tribales.

La riqueza cultural, en cambio, es la capacidad de las personas para reconocer lo bueno y lo mejor en los distintos aspectos de la vida. Riqueza que solo puede conseguirse con el cultivo paciente de la inteligencia y la sensibilidad.

Las cadenas de oro macizo hasta el ombligo, los abogados al estilo de Harrison Salcedo, las tamborileras de la furia dicen, a las claras, que hemos fracasado en ese propósito, y que, por el contrario, hemos abonado el terreno para el florecimiento del kitsch. ¿Qué otra cosa es la estética del “narco”, sino kitsch?

La imposición de esta estética va a la par de la imposición de unos valores que la justifican. Los valores de la violencia, la dominación, el lujo y el dispendio.

Tanto los narcos como los sectarios políticos quieren dominar, y la violencia es el método de dominación que ambos defienden y practican.

Detrás de tanta masacre, tanto tumulto, tantos tambores y reguetón, hay sensibilidades embotadas e inteligencias adormecidas. Y ese embotamiento y ese adormecimiento se vuelven cada día más comunes. Por eso, nada puede la opinión pública frente a la desvergüenza de jueces y asambleístas con la piel de paquidermo.

Suele presentarse como una virtud el desentenderse del qué dirán. Sin embargo, si a nuestros políticos les interesara un poco lo que se dice de ellos, otra sería nuestra suerte. Cuando los habitantes de un país se ven como ciudad, los demás importan; pero los políticos ecuatorianos son horda, y, para ellos, solo importa la voluntad del jefe, llámese este Jaime Nebot, Leonidas Iza, Rafael Correa.

El mundo de la horda es el de las quinientas palabras o menos; seguramente menos, unas doscientas a lo sumo. Basta para comprobarlo leer las conversaciones transcritas de los narcos o escuchar las intervenciones de los asambleístas en el pleno.

Hordas de indigentes culturales pululan por el país: se las ve en las universidades, los barrios populares, las urbanizaciones exclusivas. Se las ve chapoteando en piscinas de Miami, calentando las calles, vivando a un político delincuente que abandona la cárcel.

Hemos negado la razón, los valores ilustrados, la alta cultura. Y los estamos llevando al colapso con la contribución entusiasta de profesores e “intelectuales”; universidades y burocracias educativas. Ellos son los mayores responsables de la indigencia cultural que padecemos. Si no llevamos a cabo una reforma educativa global, que inserte la educación en la tradición clásica y humanista a la que nos pertenecemos, nos veremos obligados a optar entre el estilo de vida de los narcos y el autoritarismo ignaro de las tribus identitarias.

Más relacionadas