
Quito, Ecuador
Habernos acostumbrado, como ahora, a las muertes por encargo es una evidencia de nuestra gran capacidad adaptativa. Capacidad que, en circunstancias especiales, nos permite convertir lo moralmente inadmisible en un dato neutro de la realidad y, al hacerlo, nos ayuda a vivir.
¿Cuál es el problema, entonces? Que nuestra capacidad de adaptación a lo terrible revela el predominio en cada uno de nosotros del hombre natural sobre el hombre cultural. Nos revela, en suma, que la cultura -de la que forman parte los valores morales- no es otra cosa que un barniz que se puede borrar con facilidad, pues el instinto de supervivencia es, casi siempre, más fuerte que la idea de vivir bien, en un sentido cercano al aristotélico.
Acostumbrarnos a lo malo nos prepara para acostumbrarnos a lo peor. Terminamos, así, asumiendo que lo peor es lo normal. Y, aceptando vivir en lo peor, seguimos adelante. La pregunta que se nos impone en este punto es ¿hasta dónde podemos llegar?, ¿hasta dónde si debemos considerar nuestra vida auténticamente humana?
Si bien todos nacemos en el seno de una especie animal cuyos individuos se denominan a sí mismos humanos, más allá de la pura biología, nuestra humanidad se va haciendo en relación con otros seres como nosotros, en un medio que se llama cultura.
Nuestra humanización se ve afectada cuando los valores más altos de la cultura, aquellos que no pueden ser eliminados o desatendidos sin que el hombre mismo deje de valer, son contradichos de manera sistemática y constante por la práctica. Trescientos cincuenta dólares recibió cada uno de los sicarios que, en Guayaquil, asesinaron a Javier Rosero Quiroz, presidente del comité barrial de Los Ceibos. Trescientos cincuenta dólares, o menos, es lo que cuesta la vida de una persona en el mercado criminal ecuatoriano. Porque, y a eso también nos hemos acostumbrado, hay, en Ecuador, un boyante mercado del asesinato. Solo que, en estos momentos, la abundancia de la oferta está llevando los precios a la baja.
Afirmar que el hombre natural se ha impuesto al hombre cultural no es, quizá, tan exacto. Lo que, probablemente, estamos viviendo ahora es la sustitución de una forma de relacionarnos en torno al principio de la equivalencia de todas las vidas humanas por otra, en la que solo la vida de los fuertes y los violentos importa.
El hombre no puede sobrevivir fuera de la cultura, ese mecanismo que permite el control y dirección de su naturaleza. Por eso, es posible afirmar que, a lo largo de la historia, ha habido un progreso cultural. Los romanos, es cierto, nos dieron el derecho, pero, al mismo tiempo, disfrutaban comiendo uvas y aceitunas mientras los gladiadores se mataban entre ellos. La vida de un gladiador no valía los mismo que la vida de un ciudadano romano. La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada en 1948, establece, en cambio, que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos”. Lo que equivale a decir que toda vida humana tiene igual valor.
El principio de equivalencia de las vidas humanas establecido en la Declaración de Derechos Humanos es el que, en Ecuador, está siendo abolido rápidamente por las prácticas del crimen organizado. Se trata de un cambio cultural de gran envergadura, que, en lugar de fomentar nuestras mejores inclinaciones, fomenta las peores, la parte más oscura de nuestra naturaleza.
Aunque suene a maniqueísmo, creo que las culturas pueden valorarse en función de su capacidad para fomentar lo mejor o lo peor de la naturaleza humana. La capacidad para hacer el bien y el mal es intrínseca a nuestra condición, pero acostumbrarse a lo terrible es un síntoma de degradación cultural: un retroceso histórico, una vuelta atrás en el empeño milenario de hacer de la cultura un medio en el que los seres humanos puedan vivir mejor.
Esfuerzos de décadas o centurias pueden disolverse en unos pocos años. No hace mucho, la violencia civil en Colombia o en México nos resultaba extraña: cosa de otro mundo. Ahora, la estamos experimentando en carne propia.
