La importancia de los límites o la doctrina de la real malicia

Editorial de LaRepública

El gobierno de Lenin Moreno, en un acto que la historia sabrá reconocerle apropiadamente, terminó con la SUPERCOM e hizo una primera reforma a la famosa Ley Mordaza. El de Guillermo Lasso, cumpliendo con una de sus principales promesas de campaña, borró sus últimos rezagos. Luego de años de prisión por monigotes, malas señas o artículos de opinión, es un alivio democrático que el concepto de la “majestad del poder” haya quedado reducido a un anacronismo.

Hoy reconocemos que es normal criticar a los funcionarios públicos en todos los rangos, incluido el Presidente. Sin embargo en tiempos de redes sociales y un anonimato imperante, existe el riesgo de perder todo límite. ¿Existe alguno cuando se trata de proteger la libertad de expresión? La respuesta es sí, claro que sí. Y el periodismo responsable debe saberlo y respetarlo.

La libertad de expresión es un derecho y una garantía para los ciudadanos y la prensa. Al tratarse de una figura pública, la posibilidad del escrutinio sobre la persona, sus actos, sus decisiones, es clave para la democracia y no es tolerable que esta sea coartada con amenazas abiertas o veladas. Pero incluso en estas circunstancias la libertad de expresión tiene un límite.

La Teoría de la Real Malicia existe para equilibrar la necesidad de proteger a las personas de la difamación con el derecho fundamental a la libertad de expresión. En 1964, en New York Times v. Sullivan, la Corte Suprema de los Estados Unidos desarrolló un estándar más alto de culpa para probar difamación en casos que involucran a funcionarios públicos. Actúa con real malicia quien publica o difunde información difamatoria sabiendo que es falsa o teniendo una sospecha razonable de que lo sea o sin hacer lo suficiente para probar los hechos que afirma.

El Sistema Interamericano de Derechos Humanos ha establecido un criterio similar. En Kimel v. Argentina, la Corte Interamericana definió la real malicia como «la conciencia o el conocimiento de la falsedad o la falta de diligencia debida en la verificación de los hechos difundidos».

La propia Corte Interamericana desarrolló un criterio que puede iluminar el debate de la coyuntura: cruza los límites de lo legal, de lo que se considera y protege como libre expresión, quien actúa con un “desprecio temerario por la verdad”, con una “total indiferencia respecto a los efectos de sus declaraciones”.

En la última década los ecuatorianos hemos sido testigos de la importancia de gozar de una libertad de expresión plena. No fueron pocos quienes pagaron con el exilio, la ruina o la cárcel su ausencia durante los momentos más oscuros de nuestra república. Como todo bien preciado, la libertad de expresión debe ser defendida, pero también protegida.

Es responsabilidad de todos, pero en especial de quienes ejercen el periodismo, ejercer la libertad de expresión, sin amilanarse ante el poder pero hablando siempre con la verdad. Desdibujar el concepto de libertad de expresión para convertirla en coartada de la calumnia para impulsar oscuros intereses, podría convertirse en la excusa perfecta que los autoritarios necesitan para suprimirla si en algún momento regresan al poder.

No lo permitamos.

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