Quito, Ecuador
“Es una ignominia. Cuando se observa el eterno carnaval de nuestra política, se patentiza la mofa que sufre la democracia (…). Histrionismo en las posturas, desvergüenza en las acciones, garrulería en el propio seno de los principios. Todo está contaminado con el virus de la más baja incivilidad, porque los instintos conculcan la razón y la fe de la república. Quien analiza el juego de los resortes administrativos, escucha con asco la estridencia del poder por todas partes. La coima está en nuestra democracia como un miasma permanente, para asfixiar y ahuyentar el carácter. (Es necesario) que se arroje al ostracismo toda la cáfila de políticos profesionales, sin asco ni piedad, como se arrojan a los sitios baldíos las alpargatas inservibles”.
Este es el diagnóstico que, de la política argentina, hace uno de los personajes de Caterva, novela publicada por Juan Filloy en el año 1937. Casi cien años después, el diagnóstico hecho por este personaje se diría que es, también, el de la actual política ecuatoriana, aunque es muy probable que la política nacional de los años treinta del siglo pasado no haya sido distinta de la de la Argentina de la misma década y, por tanto, de la que se practica ahora en el país. La diferencia, quizá, está en que los políticos actuales son más groseros e impúdicos que los de entonces. Y dispensados, por ellos mismos y la tolerancia social, de guardar las formas, exhiben al desnudo sus deseos e intenciones.
Desde hace décadas, en Ecuador, a la sombra de instituciones formalmente democráticas y republicanas, ha ido creciendo y prosperando un orden paralelo, al que cabe denominar parademocracia. Las instituciones de este régimen son las mismas que las del régimen democrático, también sus normas; lo que cambia es el contenido institucional y normativo, la sustancia: que no es, por cierto, el interés común, sino la satisfacción de apetitos privados.
Periódicamente elegimos a nuestros representantes en el gobierno y la legislatura, y creemos que al hacerlo estamos fortaleciendo la democracia, cuando, en realidad, lo que fortalecemos es ese orden que, tras las apariencias democráticas, nos somete a sus intereses.
En las circunstancias actuales, en las que los agentes de la parademocracia ya no ocultan sus desmanes, resulta más evidente que el andamiaje jurídico e institucional del país es solamente cáscara, o, peor que eso, instrumento de políticos y burócratas para realizar sus deseos. Estos pasan sobre la ley y hacen lo que les da la gana con ella, mostrándonos, ya sin embozo, quién es el que manda realmente en el país.
Aunque irrespetan y manosean la ley a su antojo y todo el mundo sabe que nada les importa, ellos la necesitan. ¿Para qué? Para aplicarla a los otros, a los que contrarían sus intereses. La ley está hecha y es tonto no aprovecharla, incluso si deben torcerle el cuello a fin de que se adapte a sus necesidades.
Que, al menos desde el retorno a la democracia en los años 80 del siglo pasado, hemos estado fortaleciendo la parademocracia en lugar de la democracia, se comprueba en el hecho de que los asambleístas que elegimos al poco rato de estar en sus cargos demuestran ser peores que los que los precedieron. Y lo mismo parece ocurrir con los nombramientos de nuevos jueces y otra serie de funcionarios.
“Hay que arrojar como alpargatas inservibles a toda la cáfila de políticos profesionales, sin asco ni piedad”, aconseja el personaje de Filloy. Empecemos por Alembert Vera y Wilman Terán.