El habla criminal

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

1.

Diez balazos a quemarropa, que no le dieron tiempo ni para exhalar el último suspiro, recibió “El Rojo”. Así, la clínica donde se recuperaba del último atentando contra su vida (había sobrevivido a cinco) dejó de ser un sitio adecuado para su persona.

El modus operandi de este crimen, como suelen decir los policías en las ruedas de prensa, es ya un lugar común del sicariato entre delincuentes: los asesinos, disfrazados de enfermeros, luego de neutralizar al policía que montaba guardia a la puerta de la habitación de “El Rojo”, entraron en el cuarto y lo acribillaron en la cama, sin mencionar lo que suelen decir los delincuentes de las películas cuando van a matar a otro; ni siquiera el “hasta la vista, baby”, que tan famoso hizo Arnold Schwarzenegger*.

2.

Para alcanzar el éxito en el mundo del crimen no es preciso manejar más de cien palabras, entre las cuales las interjecciones y las malas palabras tienen un papel preponderante. Palabras como “chucha”, “verga”, “conchetumadre”, sirven para expresar estados de ánimo, hacer pausas en el discurso y dar continuidad a la conversación o énfasis a la orden. El color del diálogo o la disputa viene dado por su uso.

Polivalentes, multívocas, estas palabras sirven para dar cuenta de la sorpresa, la duda o la alegría que embarga al hablante; de la ira también, por supuesto, y de la decepción, el desprecio, la admiración, la impotencia.

No es necesario manejar más de cien palabras porque, aunque para cometer un asesinato se usen piedras, lanzas, cuchillos, revólveres o misiles, de la matanza, como afirma Kurt Vonnegut, solo puede decirse “pío-pío-pi”. El espasmo, el grito y la nada en la que culmina apenas necesitan de ropajes y explicaciones. El habla criminal nos retrotrae a la prehistoria, a los albores del lenguaje, que, en esos momentos iniciales, era un simple servidor del instinto y las emociones. De hecho, el lenguaje criminal no es más que eso: expresión desnuda del instinto y las emociones.

Para atacar y defenderse no se requieren demasiadas palabras. Antes bien, la abundancia verbal puede ser un obstáculo. Las razones para ordenar el asesinato de alguien se pueden expresar en muy pocas, algunas más que las de la orden para hacerlo. Pobre y reiterativa, el habla criminal cubre los espacios huecos entre las ideas con la repetición constante de insultos e interjecciones. Estos son el vehículo en el que las contadas ideas del crimen se trasladan, el puente que las conecta. Insultos e interjecciones son, para el criminal, razones.

Pero ellos pueden llegar a niveles de concisión aun mayores. Una ráfaga de metralla, aunque reiterativa, es escueta. Disparando, los criminales se vacían, como el que, llorando, cuenta su tragedia al psiquiatra; solo que su vaciarse es el invariable fluir de la misma sustancia. Homogénea como un chorro de agua, una balacera dice menos que la lluvia.

La orden para matar a “El Rojo” salió de la Penitenciaría del Litoral y fue la siguiente: “Despáchalo al hijueputa”. Para acabar con la vida de alguien, ese universo único e irrepetible, no se necesita ni una palabra más.

3.

El lenguaje que usa distingue a una época. La época actual, en Ecuador, está caracterizada por un habla en la que la palabra “verga” ocupa un lugar preponderante. En torno a ella, no solo los criminales, sino las personas que nada tienen que ver con el crimen, articulan su conversación y la comprensión del mundo inmediato y las relaciones cotidianas. Su voluntad, su deseo, su estado de ánimo, encuentran cabal expresión siempre que dicha palabra esté presente. Sin su auxilio, les resulta difícil responder a las exigencias de la comunicación diaria. Entre los usos más frecuentes de esa palabra podemos anotar los siguientes:

“Vales verga o eres como la verga”: no vales nada, eres incapaz, ineficiente, incumplido, desleal, traicionero; pero, también, una mala persona, un mal amigo.

“Ándate a la verga o a la casa de la verga”: ándate a un lugar lejano y sucio, como un basurero, porque tú eres semejante a la basura, a los desechos.

“¡Qué verga!”: qué mal, qué triste, qué decepcionante, qué frustrante, qué injusto, qué doloroso, qué sorprendente.

“Estoy en la verga”: estoy muy mal, estoy deprimido, estoy triste, estoy sin trabajo o sin dinero; estoy falto de estado físico, estoy arruinado (en el sentido físico y monetario), estoy enfermo.

“Queda en la verga”: queda en un lugar muy lejano, perdido, en los extramuros.

“Mama verga o come verga”: cállate o lárgate porque hablas tonterías; eres tan tonto que necesitas un tapón en la boca que te impida hablar. Esta expresión, además, tiene obvias connotaciones sexuales. El que la pronuncia se considera el personaje dominante en una relación sexual y otorga al otro un papel subordinado, humillante: el de “mamaverga”.

Que la palabra, cuyos usos más frecuentes hemos detallado, ocupe un lugar central en la comunicación diaria de gran parte de la población ecuatoriana, es un indicio de que, mientras la tecnología se desarrolla a pasos acelerados y organiza nuestra vida, la cultura, entendida como ilustración, retrocede. Cada vez somos más primitivos, una suerte de cavernícolas carentes de tradiciones, pero rodeados de aparatos milagrosos, cuyos fundamentos científicos desconocemos.

Los avances tecnológicos afirman nuestra ubicación en lo inmediato y nos desvinculan del pasado; también de la memoria. Capacidad a la que tan poco hemos entrenado, que no llegan a mil las palabras que guarda; apenas cien o, en el mejor de los casos, quinientas. Con tan reducido vocabulario resulta imposible desarrollar pensamientos complejos -de hecho, la complejidad nos fastidia- y entender algo que revista mayor dificultad que una noticia de la prensa.

¿La mayoría de nuestros estudiantes es capaz de captar el significado de un poema de Gonzalo Escudero, autor cuyo nombre el 90% de ellos desconoce? Probemos con esta estrofa:

Ya desamor de amor, calandria muda,

pecho abrevado por la luna llena,

escombro de ángel, gárgola de arena,

¿en qué soledad de agua se desnuda,

ya desamado amor, tu luz morena?

Pero me gimas copla de amadores,

jácara de la lluvia en los alcores.

Escudero fue un poeta barroco, que intentó recrear la poesía del Siglo de Oro español en el siglo XX. Su escritura, por tanto, se hunde en la tradición de la literatura española, de la que la población actual no tiene la menor referencia. ¿Cómo, pues, unas personas que no conocen otra cosa que lo que la inmediatez existencial les brinda, pueden apreciar una obra tan fuertemente ligada a la tradición y a la historia literaria en nuestra lengua?

Ni calandrias, ni jácaras, ni alcores. “Verga” es la palabra que satisface las necesidades expresivas de demasiada gente. Y si esa demasiada gente habla usando el pobrísimo lenguaje de los criminales, el crimen habrá ganado la batalla cultural sobre la que erigirá su imperio.

*Caso ficticio

Sospechosos detenidos por el asesinato de Fernando Villavicencio.

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