Un encuentro con Jaime Bayly

Diego Montalvo

Quito, Ecuador

«Leía hechizado a Borges. Estaba poseído por su mágica gracia para encontrar el adjetivo exacto con rigor matemático».

Escupirán sobre mi tumba, Jaime Bayly

Llegué a Guayaquil a eso de las tres de la tarde. El cielo estaba despejado y el calor costeño me subió por la piel. No obstante, estaba terriblemente preocupado. Detesto estar preocupado, no disfruto los viajes. No me había subido en un avión hacía tiempo. Quería que el vuelo sea placentero. Estuve en el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de Quito a eso de las 11:30 de la mañana y el vuelo partía a las 13:50. Llegaba a Guayaquil a las 15:00. Pero, como advertí antes, tenía algo que me impedía estar sereno. En una mochila verde oliva cargaba un jean, una camisa de manga corta y un suéter azul ya que tenía previsto regresar a la capital el domingo en la noche. Cargué un cepillo de dientes, una toallita de manos, alcohol en frasco y un paquete de Kleenex. En la mano derecha cargaba un ejemplar en inglés de The Innocent Man, una novela de abogados de John Grisham, novelista al cual admiro profundamente.

Sin embargo, estaba como vacío, pues esa noche en Guayaquil iba a tener la cita de mi vida con un genio. Me faltaba tener entre mis cosas, aún tan importante como el boleto de avión, la tarjeta de abordaje y el sitio en el que iba a hospedar —viajaba solo— un libro que habla de unos genios. Estos genios lo son tanto como el autor de la novela. Era impresentable estar frente a él y llegar con las manos vacías. Pensaba qué hacer…  Apenas el avión tocó el suelo que vio nacer a José Joaquín de Olmedo, desembarqué. La aerolínea me tenía listo un bonito auto, un Audi negro, y me dejó en el Centro de Convenciones Simón Bolívar donde se celebraba la Feria del Libro. Corrí hasta el primer estand que vi, tomé el ejemplar de Los genios, lo compré y recién para este punto, mi corazón se relajó.

Estaba listo para mi cita de la noche. Leí las primeras páginas y no pude más que quedar extasiado. Era simplemente maravillado. En la portada del ejemplar estaba un Mario Vargas Llosa sonreído, como sus dientes de conejo, cigarrillo en mano y a su lado, un risueño Gabriel García Márquez sosteniendo un vaso de licor.

Había visto esa misma fotografía en la portada de otro libro, el de un periodista español de nombre Xavi Ayén y el título es Aquellos años del Boom publicado en RBA. Sin embargo, Los genios de Jaime Bayly, desde la primera página, hace unas exquisitas referencias. La obra empieza con el puñetazo que le da Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, luego que Mario escuchara que su amigo estuviera con su mujer, Patricia Llosa. Bayly, con maestría evoca los años de cadete de Vargas Llosa (lo llama perro, como se acostumbra a decirles a los estudiantes novatos de colegios militares) y allí recuerda dos libros del nobel peruano: La ciudad y los perros y Los jefes/Los cachorros. Con ese acto, Vargas Llosa pasó de ser El Poeta para convertirse en El Jaguar, ese niño ingobernable, Don Juan y guapetón de La ciudad y los perros, pero también es ese protagonista fuerte e imponente de «Los jefes» quizá hasta el sargento Lituma, fue todo en uno. Es decir, Vargas Llosa se volvió, en sí mismo, un personaje más de sus novelas. De ese mismo episodio, Bayly hace una referencia y expone:

—Hay escritores que son geniales en sus obras, pero que en su vida personal no son nada geniales. Son casi niñatos inmaduros y el golpazo que le de Vargas Llosa a García Márquez fue un acto puramente machista, un enjambre de testosterona incontrolable.

El odio que Vargas Llosa sintió por años contra García Márquez, incluso hizo que él mismo no quisiera que se reeditara Historia de un deicidio, libro en el que Vargas Llosa elogia la obra de García Márquez y lo pone al nivel de un dios en el Olimpo literario y fue su tesis de doctor en la Complutense de Madrid.

Sobre este episodio, Bayly, con su característico humor, bromeó:

—Si yo fuera Vargas Llosa me sentiría halagado si Dios se fijara en mi mujer. ¡Qué buenos gustos tengo, diría! —sonrió el escritor.

El Boom estaba plagado de mitos, leyendas y anécdotas, entre ellos que cuando eran pobres en París, Vargas Llosa y García Márquez escribieron, en la misma máquina, el uno Cien años de soledad y el otro La ciudad y los perros. García Márquez nació genio, y el otro se hizo genio, resaltó Bayly. Era verdad. Bayly, narra un pasaje que, a pesar de la pobreza que vivía, García Márquez nunca dejó de acariciar las ideas comunistas. Mercedes Barcha era la mujer del escritor colombiano y él, con pleno conocimiento de su esposa, se veía con Tachia, su amante. Mercedes estaba de acuerdo con que su esposo esté con Tachia y que él la ame —la apodaba Mademoiselle Chocolat—, Mercedes no sentía celos ni impedía que se vieran. García Márquez luego de un tiempo consintió a Tachia y le dio la vida digna de un narrador exitoso podía darle. En París ambos hablaban del comunismo y que para el colombiano «no había ni comunistas buenos ni malos, sólo comunistas y no comunistas y que ellos eran comunistas».  

Luego de terminar, una duda rondaba sobre mi cabeza. ¿Jaime Bayly tendría más de Mario o más de Gabriel? Tenía una leve sospecha de su respuesta, sin embargo, le di mi inquietud mientras firmaba mis libros (poco antes había hallado la primera edición de mi novela favorita de Bayly: No se lo digas a nadie).

Él me dijo: —¿Sabes? Yo tengo más de Mario. Por mi padre, que creo era idéntico al de Vargas Llosa. —Me estrujó la mano. Nos hicimos un selfie y le prometí que le enviaría estas líneas tras decirle que era reportero y columnista de La República. La cita fue maravillosa. Una sola frase bastó para conocer a un escritor y un periodista al que admiro mucho. Al llegar a Quito hablé con mis abuelos maternos sobre el tema, yo al ser criado por ellos en cambio tengo algo de ‘Gabo’. Mi madre me dijo:

—Cumpliste tu sueño de conocerlo.

Me sonreí al tiempo que dije: El día que Bayly me entreviste, por uno de mis libros por mis comentarios en este medio, o por lo que fuere, podré morir en paz.

El escritor peruano Jaime Bayly, con Cecilia Velasco, de La República. En la foto, María Rosa Jurado, presidenta del directorio de La República.

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