Ser o no ser

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

A diario la vida me recuerda a Sofocleto, filósofo de bolsillo de mi juventud, cuyo seudónimo ocultaba a un autor peruano con el maravilloso don de la ironía y el sarcasmo, autor de «Los Cojudos».

Me lo recuerda porque constato en carne propia lo cómodo que resulta hacerse el cojudo.

El truco es no responsabilizarse de nada, pasar de agache, negar padre y madre y continuar por la ruta sacudiéndose el polvo (en lo propio como en lo figurado).

Se adapta perfectamente a quienes no son capaces de hacerse cargo de sus palabras y sus actos, los que pasan por la vida con los jajajas prefabricados y un trago en la mano, indiferentes a lo ajeno y absolutamente concentrados en lo propio.

Son los egoístas perfectos, aquellos que miden a cada paso su conveniencia, y están listos a abandonar el barco apenas sienten que deben comprometerse con los tripulantes.

Aparentemente son el símbolo de la nueva generación, la del quemimportismo, la que no se compromete con nada ni nadie.

No quieren vínculos afectivos serios, apuntan a sus metas únicamente, desdeñan personas, las hieren, se lamentan de su suerte puertas para afuera pero maltratan a los demás casa adentro, sin remordimientos innecesarios.

Camaleónicos como pocos, logran engatusar a sus parejas dándoles fácil acceso a sus necesidades para luego declararse víctimas de los conflictos que ellos mismo crearon.

No hay límites para ese tipo de cojudos.

En todas las instancias de la vida.

En la política, en los negocios, en las relaciones de amistad y de pareja.

Fingen con maestría cualquier afectación, y luego de un breve acto de contricción, están listos para volver a la carga.

Generalmente, no son otra cosa que supervivientes, gente que fue maltratada y manipulada, y que aprendió a pagar con la misma moneda.

Por supuesto, hacerse los cojudos es una cosa muy distinta a ser cojudos.

Aquí va la segunda descripción.

El cojudo genuino es aquel que cree, confía y busca «salvarles de su desdicha» a los supuestos cojudos y obviamente paga por su osadía.

Es que no se cree cojudo, al contrario.

Va por allí de buena fe, con valores y decencia, y cae sin remedio al despeñadero.

Allí se acumulan y moran las deudas impagas, los engaños sentimentales, los negocios fallidos, las estafas de todo tipo.

Porque claro, en la lucha por la vida, hay maneras para enfrentar y otras para torear el mismo obstáculo.

Ahí está la diferencia.

En nuestras épocas, se ha vuelto más rentable hacerse el cojudo a que le hagan cojudo.

Para los primeros, es apenas una mancha más al tigre.

Para los segundos, en cambio, a pesar del desencanto, no queda sino pasar la página, asumir la pérdida y seguir caminando, porque la justicia no está para solucionar problemas cojudos.

Este es apenas otro síntoma de nuestra descomposición como sociedad y de la decadencia de la palabra empeñada.

Personalmente, prefiero ser cojudo y asumir el golpe que hacerme el cojudo y propinarlo.

Pero debo estar equivocado, aunque en mis tiempos enfrentar las consecuencias era un signo de entereza.

Pero todo cambia…

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