Ecuatorianos, al fin y al cabo: globalización y democracia

Juan Diego Borbor

Guayaquil, Ecuador

El reconocimiento de la soberanía del pueblo es antiguo, pero sólo a partir del siglo pasado ha sido puesto en intensiva práctica. En 2024, la cuarta parte de los ciudadanos de la Tierra acude a las urnas. Pero la democracia lleva años en depresión, después de haber tenido un expansivo auge tras las guerras mundiales. Este ideal se articula por medio de instituciones internacionales sostenidas por una potencia que, sin estar en declive, se ha desencantado de la responsabilidad. Es más, este año el pueblo estadounidense podría volver a elegir a un líder abiertamente en contra de la democracia internacional, posibilidad que hace temblar a la Unión Europea en tiempos de creciente tensión con los llamados poderes revisionistas, como China y Rusia. En este entorno, Ecuador ve su docilidad estremecerse ante olas de violencia que exigen una nueva unidad del Estado que, como el resto del planeta, oscila entre democracia y autocracia.

Ecuador es un país nacido del sometimiento a culturas y políticas extranjeras, donde el orden de la “nación” se impuso sin fundamentos. La constitución política del territorio es incompatible con su diversidad étnica. Esto subyace al vacío histórico de identidad nacional, cuya manifestación embrionaria es la comunidad. En las grandes ciudades son escasos los barrios capaces de decidir su destino, un ansia disimulada en el consumo promovido por la cartilla de racionamiento o tarjeta de crédito. Por otro lado, en donde sí vive esa unidad es en periferias del país, cuestión concretizada por medio de los conflictos sociales que surgen de la insostenible discrepancia de lo nativo y lo internacional. Y a través de todo se filtra la sutil malla del régimen global, manifiesto a través de los procesos técnicos—si ni siquiera podemos sobrevivir sin energía eléctrica, ni hablar de cómo el internet trastoca nuestros marcos jurídicos como si fuese un juego.

El ecuatoriano se encuentra entre matrices culturales híbridas de lo extranjero y lo local, tecnologías importadas y emocionantes medios (algunos irónicamente llamados social media). Este entorno produce divisiones sociales en donde “ellos” nos hacen algo a “nosotros.” El populismo económico y político capta estas dinámicas, como normalizadas gafas que desfiguran el largo plazo de la visión humana; en el corto plazo lo que se proyecta son simples soluciones que nunca parecen suplir las necesidades concretas del ser humano, aunque sigan siendo compradas por todos. Pero sea su fuente una ideología o el acatamiento a dirigentes, el entendimiento y la decisión del individuo resulta de pautas ajenas a su vida, lo que revela una masiva inversión de sentido en la constitución de la autoridad política democrática.

Así como el ciudadano no logra ejercer su soberanía a menos que sea canalizada por las autoridades de las que depende, el gobierno tampoco es capaz de hacer frente a las realidades del país sin recursos externos. No sin razón puede entenderse la coyuntura nacional como un “conflicto proxy,” pues aun el “conflicto armado interno” es una medida surgida de ofertas y demandas extranjeras. En todo caso, la acción sólo pertenece a los seres vivos; del ciudadano emerge la confianza que mueve a las entidades (inter)nacionales. Por eso el camino hacia la libertad no empieza sino que termina en las esferas más elevadas del poder. Es ese el sentido de las revoluciones políticas de los pasados siglos: la autoridad real, la soberanía, brota del pueblo. En medio de lo que nos envuelve y encausa, el desafío que atraviesa el individuo en cada esquina del planeta es llegar a tener consciencia de su identidad y, por ende, decidir por sí mismo. De lo contrario, en vez de individuos soberanos subsistiremos como personajes, cumpliendo un rol asignado por alguien más—sea familia, comunidad o sociedad. Ahora bien, la libertad necesariamente involucra a familia, comunidad y sociedad, pero su articulación legítima se instituye desde abajo y no desde arriba. (O)

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