Bogotá, Colombia
El lamentable espectáculo de la semana pasada en Estados Unidos, donde debatieron un señor que, sin duda, está senil y otro que está condenado y miente sin resquemor alguno (en esto se parece a Gustavo Petro), muestra una crisis de liderazgo sin precedentes en el mundo occidental. La debacle de Joe Biden en este escenario fue tan grave que hizo ver a Donald Trump como un estadista.
Cómo va a terminar esta historia, que sería un chiste si no fuera la lucha por la presidencia del país más poderoso del mundo, aún no lo sabemos, pero el daño a la credibilidad y la confianza en la democracia más importante del planeta ya está hecho. Lo más grave del asunto es que, si miramos a lo largo y ancho del espectro de las democracias occidentales, esta crisis no solo se está dando en Estados Unidos, atraviesa como una daga casi todas las democracias del mundo.
Empecemos por el continente americano, donde desde Trudeau en Canadá, que no le llega a los tobillos a su padre, hasta el tercer acto de Lula en Brasil, el descrédito de los dirigentes y de los partidos es casi total. En términos de popularidad, increíblemente, se salvan solo dos: AMLO, en México, y Nayib Bukele, en El Salvador, ambos con un elemento en común, la destrucción de la democracia.
El primero, Manuel López Obrador, de izquierda y con un gasto público desbordado que su sucesora, puesta a dedo, Claudia Sheimbaum, va a tener que enfrentar, ya se va del poder, y veremos cómo maneja esa orfandad; el segundo, Bukele, logró que sus ciudadanos transaran la libertad, el debido proceso y la separación de poderes, el equilibrio en una democracia, por la seguridad que habían perdido.
¿Y el resto del continente? Presidentes muy desacreditados, con la excepción de Milei en Argentina y Noboa en Ecuador, surgido de una crisis económica sin fin el primero y de una explosión de inseguridad con el asesinato de un candidato presidencial el segundo. Los experimentos de Bukele y AMLO no se sabe dónde pueden acabar, aunque el primero hoy es mucho más popular en la región que el segundo, pues el desespero de los ciudadanos con el desorden, la inseguridad y el creciente poder de la criminalidad es una constante en casi todos los países.
En el caso de Milei, el pueblo argentino, claro, menos los zánganos que viven del Estado, ha demostrado una madurez sin par y le está dando un compás de espera, sufriendo, y mucho, pero con la ilusión de que la fórmula libertaria frene de manera integral el deterioro económico de la Argentina de los últimos 25 años. Milei ha sido coherente en toda su vida política, eso hay que aceptarlo, incluyendo como gobernante, algo que ya no se ve en los dirigentes que dicen una cosa para elegirse y hacen lo contrario una vez electos.
Los Biden, Trump, Petro, Lula son el terrible presente, mientras los Cardoso, Tabaré Vasquez, Mujica, Lagos o Uribe son el pasado. Sin embargo, hay una persona que nos da ilusión, que ha mostrado carácter, decencia, fortaleza, honestidad y capacidad de lucha sin par en el entorno más difícil del continente, María Corina Machado. La candidata presidencial en Venezuela, que puso su interés por la democracia en su país por encima del interés personal, es un ejemplo para muchos dirigentes en la región, que hacen exactamente lo contrario. Hay esperanza, al fin.
Europa tampoco se salva. Los jóvenes de hoy rechazan cada vez más los partidos tradicionales y optan por fórmulas mucho más radicales. La mediocridad de los gobiernos desde hace unas décadas no resolvió sus problemas y sus ansiedades luego no les dejaron opción.
Angela Merkel, en Alemania, fue una líder ‘histórica’ que dejó a su país hipotecado a Rusia; nunca llegó a tener la estatura de un Helmut Khol, que unificó a Alemania, o de un Konrad Adenauer, que la reconstruyó después de la Segunda Guerra Mundial. Lo de Francia, igual, aunque Macron lo hizo bien su espacio político casi ha muerto. Nuevamente los jóvenes lo abandonaron y se fueron a esos grupos radicales. Ni hablar de España, donde un Sánchez que negocia la unidad del país para mantenerse en el poder muestra lo más perverso, o típico, de lo que hoy son los ‘líderes’ de muchas de nuestras democracias, para quienes el fin justifica los medios, no para dejar bienestar a un país y sus ciudadanos sino al individuo que ostenta el poder.
Si hoy son los Sánchez, Macron, Sholtz el presente de esa Europa perdida, mientras la memoria de González, Thatcher, Mitterand o Khol se pierde en el pasado.
Lo de mi país, Colombia, es igual. Con un gobierno corrupto como nunca habíamos visto en nuestra historia moderna, la oposición surge o de la tradicional clase política, culpable de lo que hoy tenemos y con un desgaste histórico brutal que los condena a pasar a la historia, o de un sector con un discurso radical pero sin propuesta, profundidad, coherencia o generación de esperanza.
No nos salvamos. Colombia pasó de las épocas gloriosas de grandes líderes como Carlos Lleras, Alberto Lleras, Alfonso López, Olaya Herrera, Gomez Hurtado o Eduardo Santos a tener que vivir bajo los Petro, Samper, Juan Manuel Santos, Vargas Lleras, Duque y otros que, como sucede en la región y en Europa, dejan mucho que desear.
El futuro no pinta bien. La radicalidad, producto de la polarización, que viene de la mano con las redes sociales y la ansiedad de la juventud frente a su futuro, que todos los días es más complejo, nos dejará con más Trumps y Petros o más Bukeles y AMLOs. Mucho me temo que el terrible espectáculo de la semana pasada es apenas el principio del circo que nos va a tocar vivir.