La muerte y la muerte de Alberto Fujimori

Carlos Jijón

Guayaquil, Ecuador

La primera vez que lo vi fue una madrugada de 1992, en una suite en que se hospedaba en el Hotel Oro Verde de Quito, hasta donde había llegado en visita oficial, invitado por el presidente Rodrigo Borja. Era la primera vez, desde que se fundó la República, que un presidente peruano llegaba a Ecuador, y esa madrugada Alberto Fujimori estaba ahí, vestido ya con un traje azul, sin corbata.

Yo lo había seguido desde que le ganó las elecciones a Mario Vargas Llosa. Un día, poco después de posesionarse y con una entrevista ya aceptada, aterricé en Lima, solo para encontrar al secretario de la Presidencia para informarme que la cita había sido cancelada, pero que Fujimori me recibiría en Cartagena, un mes después.

En Cartagena me pidieron que no salga del hotel todo el fin de semana porque en cualquier momento, del día o la noche, iban a llamarme para la entrevista. El domingo, en el aeropuerto, el secretario me expresó cuánto lo lamentaba, pero que próximamente estaría en Quito. Así que ahí estaba yo, a las 05h00, sentado con ese hombre que había recibido un país en llamas, desbocado por la inflación y emboscado por la violencia de Sendero Luminoso.

Poco después, durante la negociación de la paz entre ambas naciones, lo perseguí durante años y hasta llegué a considerarlo una especie de amigo. Lo vi en Río de Janeiro, en Brasilia, Buenos Aires, Nueva York, Washington, Oporto, y hasta saludaba. “Cómo le va, Jijón”. A veces, terminadas las conversaciones con los distintos presidentes ecuatorianos con los que negoció (Durán Ballén, Bucaram, Alarcón, Mahuad) se acercaba a filtrar alguna información, normalmente falsa, o imposible de publicar por falta de confirmación. Ya para entonces habían ocurrido algunas de las masacres por las que luego iría a la cárcel.

Una noche de 1991, era viernes, un escuadrón de policías allanó una casa en Barrios Altos, un lugar pobre de Lima, y no quedó nadie vivo. Quince personas, entre ellas un niño, a quienes se confundió con guerrilleros de Sendero Luminoso, fueron ejecutados. En 1992, en la Universidad de la Cantuta, también en Lima, una redada capturó a nueve estudiantes y un profesor a los que se acusaba de haberlo abucheado y apedreado cuando intentaba dar un discurso.

Meses después, las osamentas de los diez capturados fueron encontradas enterradas en un desierto al norte de Lima. Una de las llaves que se halló en el bolsillo de uno de los muertos sirvió para abrir el candado de un casillero de la universidad, y probar de esa manera a quienes pertenecían esos huesos.

En contra de lo que entonces, y todavía ahora, argumentan los apologistas de la represión, las víctimas no eran guerrilleros, sino personas inocentes. Fujimori fue un dictador cruel que enderezó la economía utilizando la misma receta liberal que había vilipendiado cuando Vargas Llosa la prometía en campaña y que enfrentó a sangre y fuego a Sendero Luminoso, a cuyo líder, Abimael Guzmán, terminó capturando y exhibiendo en una jaula.

Ni su mujer, la diputada Susana Higuchi, se salvó de la tortura y existen informes documentados de cómo sufrió descargas eléctricas en su cuerpo tras ser secuestrada y mantenido oculta en lo que entonces se conocía como el «Pentagonito», una fortaleza militar en la que se refugiaba con frecuencia.

Aún lo recuerdo caminando sobre los cadáveres cuando el ejército allanó la sede de la embajada del Japón que había sido tomada por la guerrilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y mantenido como rehenes al personal diplomático de una decena de países. Cómo fue que terminó huyendo al Japón, y siendo capturado años después cuando intentó ingresar de incógnito al Perú, por la frontera chilena, creyendo que iba a regresar al poder, como Napoleón después del primer exilio, son esas volteretas del destino que uno puede entender leyendo el Edipo Rey, de Sófocles.

Ciertamente estuvo preso muchos años. Pero como la mayoría de los dictadores y genocidas, como el Generalísimo Franco, como Pinochet, como Fidel Castro, ha muerto tranquilo, en su cama, la noche del miércoles pasado. La Presidencia del Perú ha izado la bandera a media asta. Y hasta ha recibido honores de Estado. Volteretas del destino, ya se sabe.

La firma del Acta de Brasilia, que selló la paz entre Ecuador y Perú, en 1998. Los presidentes de Ecuador y Perú, Jamil Mahuad y Alberto Fujimori.

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