Quito, Ecuador
Un travesti, por definición, es aquel que elige vestirse y adoptar la apariencia asociada al género opuesto, sin necesariamente buscar un cambio permanente o médico en su identidad. En este país, la política parece haber optado por un travestismo colectivo. Y no se trata únicamente de una crítica al gobierno actual, sino a todos aquellos que, bajo la apariencia de democracia, perpetúan el despotismo. ¿Qué término podemos emplear para describir un sistema opresivo que se disfraza de democracia? Un travesti político, sí, eso es lo que somos: un país donde las normas son usadas y abandonadas cuando “ya no sirven”.
¿Qué significa realmente defender principios en una nación donde los ideales son tan maleables como la conveniencia de quienes los invocan? La política en Ecuador está en manos de aquellos que gritan por justicia, democracia y derechos, pero sólo cuando esos gritos se alinean con sus propios intereses. Y cuando dejan de ser útiles, el silencio es ferozmente absoluto. La hipocresía y el oportunismo se despliegan ante nuestros ojos. ¿Hasta qué punto podemos seguir tolerando esto? Tres ejemplos recientes exponen sin piedad el teatro.
Un primer ejemplo es el intercambio de acusaciones entre Rafael Correa y Jan Topic, quienes representan, desde posiciones opuestas, la contradicción en el discurso político. Correa, con su característica virulencia, atacó a Topic en redes sociales, por haber calificado de corruptos a los “condenados por un sistema de justicia podrido hasta la médula.” Ahora, tras la descalificación de Topic por el Tribunal Contencioso Electoral, Correa lo desafía: “¿Te podemos llamar mentiroso y corrupto, o es hora de reconocer la brutal persecución política en el país?” Así, lo que un día era un escándalo judicial pasa a ser una cuestión de “víctimas” y “perdedores” según la conveniencia del momento. Este es el retrato de un sistema político que se guía por el hambre de poder.
Tomemos otro ejemplo: el principio de no intervención, que el Gobierno ecuatoriano invoca cuando se trata de acusar al Ex Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, de intervenir en los asuntos internos del país. Según esta doctrina, ningún Estado debería inmiscuirse en los asuntos internos de otro, y Ecuador, con justa razón, ha señalado esta transgresión. Pero, cuando miramos hacia adentro, vemos que el propio Gobierno no ha dudado en violar este principio al irrumpir en la embajada de México, con un acto que puede calificarse como una intromisión flagrante en la soberanía de otro Estado. Este doble rasero nos obliga a cuestionarnos: ¿realmente invocamos los principios sólo cuando nos conviene? Esta incoherencia socava la credibilidad de la política exterior ecuatoriana.
Retomando el caso de Topic, quien solicitó la intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA) ante rumores de su descalificación: Luis Almagro, Secretario General de la OEA, expresó que una descalificación constituiría un “serio revés” para la democracia ecuatoriana. La Cancillería ecuatoriana no tardó en rechazar cualquier opinión externa sobre la legitimidad del proceso electoral, invocando una vez más el principio de no intervención. Pero, al mismo tiempo, al haber irrumpido en la embajada mexicana, el Gobierno ecuatoriano demostró que su compromiso con la no intervención no es más que una estrategia política que cambia de acuerdo con las necesidades del momento.
Finalmente, la más reciente controversia, que involucra la suspensión impuesta por el Ministerio del Trabajo contra la Vicepresidenta Verónica Abad, pone nuevamente de manifiesto la hipocresía del Gobierno.
El 8 de noviembre de 2024, el Ministerio sancionó a la Vicepresidenta y Embajadora de Ecuador en Israel con una suspensión temporal de cinco meses sin sueldo, basándose en la Ley Orgánica de Servicio Público, debido a que la Cancillería le había ordenado presentarse en su nueva misión diplomática en Ankara (Turquía) el 1 de septiembre, pero Abad llegó varios días después del plazo establecido.
La Constitución establece que únicamente un juicio político en la Asamblea Nacional puede sancionar a la Vicepresidenta. A pesar de ello, la Ministra, actuando fuera de sus competencias, impuso esta medida. Exceder los límites legales y arrogarse facultades sancionadoras que no le corresponden constitucionalmente, podrían dar lugar a un juicio político e incluso a un proceso penal por usurpación de funciones.
Y no sólo se trata de hipocresía, sino también de un profundo cinismo: el Gobierno deja claro quién tiene el poder cuando Abad debe gobernar durante 150 días y la sanción tiene esa exacta duración, justo hasta después de las elecciones. No obstante, el descontento público hacia la Vicepresidenta —quien ha sido descrita como carente de inteligencia emocional, de visión política y de realizar declaraciones desafortunadas (por decir lo menos)— ha contribuido al silencio general frente a esta inconstitucionalidad. En definitiva, a pesar de que ella denuncia un ‘golpe de Estado’, el desprecio hacia su figura por parte de la mayoría parece validar la inacción frente a este atropello.
En conjunto, estos episodios exponen nuestra fragilidad; la justicia y los principios se manipulan con fines políticos. ¿Qué queda de nuestra democracia cuando todo se cambia como prendas de ropa, ocultando el autoritarismo bajo su disfraz? La hipocresía es tan evidente que me pregunto si nuestros líderes no se avergüenzan de portar una máscara que todos sabemos falsa. Es un espectáculo que debería indignarnos profundamente, pero muchos lo observan como si fuera una obra legítima. Nos hemos vuelto tan conformistas con las mentiras que ni siquiera cuestionamos nuestra sumisión. Cuando nuestra indignación es selectiva, y preferimos cuidar las apariencias desde la comodidad de nuestra indiferencia, permitiendo que el sistema se degrade hasta impedirnos reconocer la burla a la que estamos sometidos, entonces nos convertimos en cómplices de este travestismo político.
Quizás debamos disculparnos con los travestis; término, que en su lucha y dignidad tiene un profundo significado de autenticidad, es inapropiado para describir la política ecuatoriana. Aquí, la máscara no es un acto de autoexpresión, sino un instrumento de opresión. Es una burla, una burla que se disfraza de “legalidad” mientras debilita las bases mismas de la democracia.