
Quito, Ecuador
Hay quienes proclaman que los curas no deben meterse en política, excepto cuando una «obispa» se alza en el púlpito para exigir cómo cualquier dictador bolivariano, el cómo Donald Trump debe conducir su gobierno. En ese caso, la historia cambia. Si el candidato en el poder no es el que ciertos grupitos con tendencia izquierdista deseaban, entonces los sermones religiosos en temas políticos pasan de ser un tabú a ser una virtud.
Es curioso y repugnante, casi tragicómico, observar cómo estos que se sienten heridos, derrotados y humillados, sufren más todavía cuando el pueblo ha decidido no alinearse con su ideología, y por ello terminan insultándolo.
Porque, cuando el pueblo no piensa como ellos, el pueblo cambia de nombre y se convierte en “las masas” y entonces, el respeto por «la voluntad del pueblo» se convierte en desprecio, y el discurso inclusivo y tolerante muta en una catarata de insultos dirigidos a quienes consideran inferiores por no compartir sus posturas.
¿Incongruentes? Sin duda. Pero más que eso, ridículos. Porque, como bien sabemos, de todo se escapa en esta vida, menos del ridículo que la hipocresía pare.
El único indio bueno: el indio ideológico
Esta misma gente, que profesa amor por las minorías y los pueblos originarios en publicaciones cargadas de sentimentalismo, no tarda en desvelar su desprecio por el indio real, el que como cantaba Piero, tiene en las manos trigo de lunes, es decir: el que trabaja con las manos endurecidas por el esfuerzo diario, pero que tiene la audacia de pensar diferente.
Si un indio no votó por Kamala Harris o no repitió las consignas del progresismo, lo descalifican rápidamente como «tonto», «vulgar» o «desclasado». ¿El motivo? Porque para ellos, el único indio válido es el que encaja en sus narrativas prefabricadas: el indio comunista, el indio woke, el indio que posa junto a los coloridos ponchos para una publicación en Instagram.
Este desprecio no se limita a los indios. Es un patrón repetido hacia cualquier persona que no comulgue con su ideología, ya sea un obrero, un campesino, o incluso alguien como usted o como yo. Los izquierdistas validan la voz del clero, pero solo mientras este no se atreva a desafiar a los políticos que idolatran.
Si un religioso como la «obispa» Mariann Budde hace eco de su agenda, entonces es bienvenida; no obstante, si Budde hubiera apoyado a Trump pedirían, con mucha insolencia, que su voz sea silenciada, ya que para ellos sería una religiosa cualquiera.
¿Qué significa el pueblo?
Cuando escuche a esta gente hablar del «pueblo», preste atención. Pregúntese: ¿es el pueblo la mayoría o la minoría? ¿Es una totalidad que incluye a todos los ciudadanos, o es solo una palabra que usan para referirse a quienes piensan igual que ellos? Suelen envolverse en discursos de inclusividad mientras, entre líneas, dejan claro que su «pueblo» excluye a cualquiera que no encaje en su molde ideológico.
Escuche sus chistes agrios, sus indirectas disfrazadas de intelectualidad, y observe cómo su hipocresía queda al descubierto. Pague la cuenta del café universitario (porque, por supuesto, estas tertulias suelen darse en las cafeterías universitarias que tanto les gustan) y sonría. Esa sonrisa será una declaración de valentía. Porque a pesar que jamás le reten directamente, no dude que llegado el momento intentarán atacarle por la espalda. Así son los cobardes. Sonría, y cuídese mucho de los hipócritas.
No gaste saliva con los cobardes
El cobarde nunca cambia. Su naturaleza es esconderse tras las sombras, lanzar dardos desde la distancia y huir ante el primer atisbo de confrontación. Por eso, no les dé armas. No malgaste su tiempo ni su energía tratando de razonar con quienes ya han decidido que usted está equivocado simplemente por no pensar como ellos. La cobardía, al igual que la hipocresía, es un vicio incurable.
Este es el panorama que enfrentamos: una narrativa progresista que se proclama inclusiva, pero que no duda en excluir, insultar y despreciar a quienes no siguen su línea. Y aunque intenten convencernos de que representan a «el pueblo», la verdad es que solo representan su pequeño círculo de intereses y dogmas. Lo que nos queda es tener la valentía necesaria para no ceder ante su presión, y con ello brindar la claridad para que otros puedan ver su hipocresía por su lado más horrible y vulnerable que es: una fachada frágil que no soporta el peso de la verdad.
